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Subsecciones

4.2 Generación y Corrupción

No se puede derramar una sola gota de sangre americana sin derramar la sangre de todo el mundo...Nuestra sangre es como la corriente del Amazonas, hecha de miles de nobles corrientes, desembocando todas en una. Más que una nación somos un mundo; porque a menos que reclamemos todo el mundo para nosotros, como Melchisedec, no tenemos madre ni padre...Nuestros ancestros se pierden en la paternidad universal...Somos los herederos de todos los tiempos, y dividimos nuestra herencia con todas las naciones.

Herman Melville

El destino ha querido que desde ahora América deba estar en el centro de la civilización occidental y no en la periferia.

Walter Lippmann

No hay escapatoria de los negocios americanos.

Louis-Ferdinand Céline
Como los teóricos europeos del Imperio han reconocido durante los últimos miles de años, la teoría de la constitución del Imperio es también una teoría de su declinación. Ya en la antigüedad Greco-Romana, Tucídides, Tácito y Polibio encontraron la secuencia de auge y caída, tal como luego harían los Padres de la Iglesia y los teóricos del Cristianismo temprano. En ninguno de estos casos hablar del Imperio era repetir la teoría clásica de la alternancia entre las formas ``positivas'' y ``negativas'' de gobierno, pues el Imperio está, por definición, más allá de esta alternancia. Sin embargo, la crisis interna del concepto de Imperio fue evidente sólo en el período del Iluminismo y la construcción de la modernidad europea, cuando autores tales como Montesquieu y Gibbon colocaron al problema de la decadencia del Imperio Romano como un elemento central del análisis de las formas políticas del Estado soberano moderno.4.24

4.2.1 Auge y Caída (Maquiavelo)

En la antigüedad clásica el concepto de Imperio ya presuponía crisis. El Imperio era concebido en el marco de una teoría naturalista de las formas de gobierno; y aún cuando rompiera con las alternancias de formas buenas y malas, no se hallaba exento del destino de corrupción de la ciudad y la civilización en conjunto. La historia está dominada por Thyche (la Fortuna o Destino), que llegado el momento arruina inevitablemente la perfección que logra el Imperio. Desde Tucídides a Tácito y desde Atenas a Roma, el equilibrio necesario entre las formas de la vida común y el comando se situó en este destino lineal. Los análisis de Polibio sobre el Imperio Romano rompen con esta concepción del carácter cíclico del desarrollo histórico según la cual la construcción humana de la política cambia constantemente de las formas buenas a las malas de la ciudad y el poder: de la monarquía a la tiranía, de la aristocracia a la oligarquía, y desde la democracia a la anarquía, comenzando luego, eventualmente, un nuevo ciclo. Polibio afirmó que el Imperio Romano rompió este ciclo al crear una síntesis de las buenas formas de poder (ver Sección 3.5). De este modo el Imperio es entendido no tanto como gobierno sobre el espacio y tiempo universal, sino como un movimiento que reúne los espacios y las temporalidades mediante los poderes de las fuerzas sociales que buscan liberarse del carácter cíclico natural del tiempo de la historia. Superar la línea de destino, sin embargo, es aleatorio. La síntesis de las buenas formas de gobierno, el gobierno de la virtud cívica, puede desafiar al destino pero no reemplazarlo. Crisis y declinación son determinaciones que deben ser superadas todos los días.

Durante el Iluminismo europeo, autores tales como Montesquieu y Gibbon rechazaron la concepción naturalista de este proceso. La declinación del Imperio fue explicada en términos científicos sociales como resultado de la imposibilidad de alcanzar las construcciones sociales e históricas de la multitud y la virtud de sus héroes. La corrupción y declinación del Imperio resulta así no una presuposición natural, determinada por el destino cíclico de la historia, sino un producto de la imposibilidad humana (o al menos de su extrema dificultad) de gobernar un espacio y tiempo ilimitados. Lo ilimitado del Imperio socava la capacidad de hacer funcionar bien y perdurar a las buenas instituciones. Sin embargo, el Imperio era un fin hacia el cual tendían el deseo y la virtud cívica de la multitud y sus capacidades humanas para construir la historia. Era una situación precaria que no soportaba los espacios y tiempos ilimitados, pero limitaba inevitablemente los objetivos universales del gobierno a dimensiones sociales y políticas finitas. Los autores del Iluminismo nos han explicado que el gobierno que se aproxime a la perfección será construido con moderación en tiempo y espacio limitado. Por lo tanto, entre el Imperio y la realidad del comando había una contradicción, en principio, que inevitablemente generaría crisis.

Maquiavelo, mirando hacia atrás a la concepción de los ancianos y anticipando la de los modernos, es realmente quien nos ofrece la ilustración más adecuada de la paradoja del Imperio.4.25 Él clarificó la problemática separándola tanto del terreno naturalizante de los ancianos como del terreno sociológico de los modernos, y presentándola, por el contrario, en el campo de la inmanencia y la política pura. En Maquiavelo el gobierno expansivo es empujado hacia delante por la dialéctica de las fuerzas sociales y políticas de la República. Sólo cuando las clases sociales y sus expresiones políticas son colocadas en un juego abierto y continuo de contrapoder, la libertad y la expansión se unen, y por ello, sólo entonces el Imperio es posible. No hay concepto de Imperio, dice Maquiavelo, que no sea un concepto decisivamente expansivo de libertad. Precisamente es en esta dialéctica de libertad, entonces, donde residen los elementos de corrupción y destrucción. Cuando Maquiavelo discute la caída del Imperio Romano, enfoca primero y principalmente la crisis de la religión civil, es decir, la declinación de la relación social que había unificado a las diferentes fuerzas sociales ideológicas, permitiéndoles participar conjuntamente en la interacción abierta de contrapoderes. Es la religión cristiana lo que destruyó al Imperio Romano al destruir la pasión cívica que había sostenido a aquella sociedad pagana, la participación conflictiva pero leal de los ciudadanos en el perfeccionamiento continuo de la constitución y el proceso de libertad.

La antigua noción de la corrupción natural y necesaria de las buenas formas de gobierno es de este modo desplazada radicalmente, porque pueden ser evaluadas sólo en relación con las relaciones políticas y sociales que organizan la constitución. El Iluminismo y la noción moderna de la crisis de los tiempos y espacios incontrolables e ilimitados son a su vez desplazados porque también retornan al reino del poder cívico: sobre esta y ninguna otra base pueden ser evaluados el espacio y el tiempo. Por ello la alternativa no es entre gobierno y corrupción, o entre Imperio y declinación, sino entre, por un lado, gobierno expansivo y socialmente arraigado, es decir, gobierno ``cívico'' y ``democrático'', y, por otro lado, toda práctica de gobierno que base su poder en la trascendencia y la represión. Debemos dejar aclarado aquí que cuando hablamos de la ``ciudad'' o la ``democracia'' entre comillas, como las bases de la actividad expansiva de la República, y como única posibilidad de un Imperio perdurable, estamos presentando un concepto de participación que se enlaza con la vitalidad de una población y con su capacidad para generar una dialéctica de contrapoderes-un concepto, por consiguiente, que tiene poco que ver con el concepto clásico o moderno de democracia. Incluso los reinos de Genghis Khan y Tamerlán fueron, desde esta perspectiva, en alguna medida ``democráticos'', al igual que las legiones de César, los ejércitos de Napoleón y los de Stalin y Eisenhower, puesto que cada uno de ellos permitió la participación de una población que apoyó su acción expansiva. Lo principal en todos estos casos, y en el concepto general del Imperio, es que sea afirmado un terreno de inmanencia. La inmanencia se define como ausencia de todo límite externo a las trayectorias de la acción de la multitud, y la inmanencia está atada solamente, en sus afirmaciones y destrucciones, a los regímenes de posibilidad que constituyen su formación y desarrollo.

Aquí nos hallamos nuevamente en el centro de la paradoja por la cual cada teoría del Imperio concibe la posibilidad de su propia declinación-pero ahora podemos comenzar a explicarla. Si el Imperio es siempre una positividad absoluta, la realización de un gobierno de la multitud, y un aparato absolutamente inmanente, está expuesta a la crisis precisamente en el terreno de esta definición, y no por otra necesidad o trascendencia opuesta a él. La crisis es el signo de una posibilidad alternativa en el plano de la inmanencia-una crisis que no es necesaria pero siempre posible. Maquiavelo nos ayuda a entender este sentido de la crisis inmanente, constitutivo y ontológico. Sólo en la presente situación, sin embargo, esta coexistencia de la crisis y el terreno de la inmanencia se torna completamente clara. Como las dimensiones espaciales y temporales de la acción política ya no son los límites sino los mecanismos constructivos del gobierno imperial, la coexistencia de lo positivo y lo negativo en el terreno de la inmanencia se configura ahora como una alternativa abierta. Hoy, los mismos movimientos y tendencias constituyen tanto el auge como la declinación del Imperio.

4.2.2 Finis Europae (Wittgenstein)

La coexistencia del espíritu imperial con los signos de la crisis y la declinación han aparecido en muchos modos diferentes en el discurso europeo durante los últimos dos siglos, a menudo como una reflexión ya sobre el fin de la hegemonía europea, ya sobre la crisis de la democracia y el triunfo de la sociedad de masas. Hemos insistido largamente en este libro que los gobiernos modernos de Europa desarrollaron formas no imperiales sino imperialistas. Sin embargo, el concepto de Imperio ha sobrevivido en Europa, y su ausencia ha sido continuamente lamentada. Los debates europeos sobre Imperio y declinación nos interesan por dos razones principales: primero, porque la crisis del ideal de la Europa Imperial está en el centro de estos debates, y, segundo, porque esta crisis golpea precisamente en aquel lugar secreto de la definición de Imperio donde reside el concepto de democracia. Otro elemento que debemos mantener presente es la perspectiva desde la cual han sido conducidos estos debates: una perspectiva que adopta el drama histórico de la declinación del Imperio en términos de experiencia vivida colectivamente. El tema de la crisis de Europa fue traducido en un discurso sobre la declinación del Imperio, y enlazado con la crisis de la democracia, junto con las formas de conciencia y resistencia que esta crisis implica.

Alexis de Tocqueville fue, tal vez, el primero en presentar el problema en estos términos. Sus análisis de la democracia de masas en los Estados Unidos, con su espíritu de iniciativa y expansión, lo llevó al amargo y profético reconocimiento de la imposibilidad de las élites europeas de continuar manteniendo una posición de comando sobre la civilización mundial.4.26 Hegel había percibido algo similar: ``América es...la tierra del futuro, y su importancia histórica mundial será revelada recién en el tiempo por llegar...Es una tierra de deseo para todos aquellos que están cansados del arsenal histórico de la vieja Europa''.4.27 Sin embargo, Tocqueville entendió este pasaje de un modo mucho más profundo. La razón de la crisis de la civilización europea y sus prácticas imperiales consiste en el hecho que la virtud europea-o en verdad su moralidad aristocrática organizada en las instituciones de la soberanía moderna-no puede mantener la paz con los poderes vitales de la democracia de masas.

La muerte de Dios que muchos europeos comenzaron a percibir fue ciertamente un signo de la muerte de su propia centralidad planetaria, que sólo podían entender en términos de un moderno escepticismo. De Nietzche a Burkhardt, de Thomas Mann a Max Weber, de Spengler a Heidegger y Ortega y Gasset, y a otros numerosos autores que transitaron los siglos diecinueve y veinte, esta intuición se volvió un estribillo constante que cantaban con profunda amargura.4.28 La aparición de las masas en el escenario político y social, el agotamiento de los modelos productivos y culturales de la modernidad, el apagamiento de los proyectos imperialistas europeos y los conflictos entre las naciones por causa de la escasez, la pobreza y la lucha de clases: todo esto emergió como signo irreversible de la declinación. El Nihilismo dominó la época porque fueron tiempos sin esperanzas. Nietzche dio su diagnóstico definitivo: ``Europa está enferma''.4.29 Las dos Guerras Mundiales que arrasarían sus territorios, el triunfo del fascismo, y ahora, tras el colapso del stalinismo, la reaparición de los espectros más terribles del nacionalismo y la intolerancia, todo se alza como prueba para confirmar que estas intuiciones eran correctas.

Desde nuestra perspectiva, sin embargo, el hecho que contra los antiguos poderes de Europa un nuevo Imperio se ha formado es una buena noticia. ¿Quién quiere seguir viendo algo más de esa clase europea dirigente parasitaria y pálida que fue desde el ansíen régime al nacionalismo, del populismo al fascismo, y ahora empuja hacia un neoliberalismo generalizado? ¿Quién quiere ver más de aquellas ideologías y aquellos aparatos burocráticos que instigaron y nutrieron las podridas élites europeas? ¿Y quién puede sostener aún a aquellos sistemas de organización del trabajo y aquellas corporaciones que eliminaron todo espíritu vital?

Nuestra tarea aquí no es lamentar la crisis de Europa, sino reconocer en su análisis los elementos que, aún confirmando sus tendencias señalan posibles resistencias, los márgenes de reacción positiva y las alternativas del destino. A menudo estos elementos han aparecido contra la voluntad de los teóricos de la crisis de sus propios tiempos: es una resistencia que salta hacia un tiempo futuro-un futuro pasado real, un tipo de futuro perfectamente tenso. En este sentido, mediante los dolorosos análisis de sus causas, la crisis de la ideología europea puede revelar la definición de recursos nuevos y abiertos. Por esto resulta importante seguir los desarrollos de la crisis de Europa, porque no sólo en autores como Nietzche y Weber sino también en la opinión pública de estos tiempos, la denuncia de la crisis revela un lado positivo extremadamente poderoso, que contiene las características fundamentales del nuevo Imperio mundial en el que estamos entrando. Los agentes de la crisis del viejo mundo imperial se vuelven cimientos del nuevo. La masa indiferenciada que por su simple presencia fue capaz de destruir la tradición moderna y su poder trascendente, aparece hoy como una poderosa fuerza productiva y una fuente incontenible de valorización. Una nueva vitalidad, similar a las fuerzas bárbaras que enterraron Roma, reanima el campo de la inmanencia que la muerte del Dios Europeo nos dejó como nuestro horizonte. Cada teoría de la crisis del Hombre Europeo y de la declinación de la idea del Imperio Europeo es de algún modo un síntoma de la nueva fuerza vital de las masas, o como preferimos, del deseo de la multitud. Esto declaró Nietzche desde las cumbres: ``He absorbido en mí mismo el espíritu de Europa --ahora quiero abandonarlo''.4.30 Ir más allá de la modernidad significa ir más allá de las barreras y trascendencias del Eurocentrismo y avanzar hacia la adopción definitiva del campo de la inmanencia como terreno exclusivo de la teoría y práctica de la política.

En los años posteriores a la explosión de la Primera Guerra Mundial, aquellos que habían participado de la gran masacre intentaron desesperadamente de entender y controlar la crisis. Considérese los testimonios de Franz Rosenzweig y Walter Benjamín. Para ambos, el mecanismo por el cual se había liberado la crisis debía ser algún tipo de escatología secular.4.31 Tras la experiencia histórica de la guerra y la miseria, y tal vez también con una intuición del holocausto que llegaría, intentaron descubrir una esperanza y una luz de redención. Este intento, sin embargo, no tuvo éxito en escapar de la poderosa resaca de la dialéctica. Ciertamente la dialéctica, esa maldecida dialéctica que había reunido y ungido a los valores europeos, había sido vaciada desde adentro, y era definida ahora en términos completamente negativos. La escena apocalíptica en la cual el misticismo buscaba la liberación y redención, sin embargo, se hallaba aún muy implicada en la crisis. Benjamín reconoció esto amargamente: ``El pasado carga consigo un índice temporal por el cual será conocido para la redención. Existe un acuerdo secreto entre las generaciones pasadas y la presente. Nuestra llegada era esperada en la Tierra. Como cada generación que nos ha precedido, hemos sido investidos de un débil poder mesiánico, un poder al cual le reclama el pasado.''4.32

Esta experiencia teórica emerge precisamente donde la crisis de la modernidad aparece con mayor intensidad. En este mismo terreno otros autores buscaron romper con los remanentes de la dialéctica y sus poderes de subsunción. Nos parece, sin embargo, que incluso los pensadores más fuertes no fueron capaces de romper con la dialéctica y la crisis. En Max Weber la crisis de la soberanía y la legitimidad puede ser resuelta sólo mediante el recurso a la figura irracional del carisma. En Carl Schmitt el horizonte de las prácticas soberanas sólo puede ser aclarado recurriendo a la ``decisión''. Sin embargo, una dialéctica irracional no puede resolver ni siquiera atenuar la crisis de la realidad.4.33 Y la sombra poderosa de una dialéctica estetizada cubre incluso la noción de Heidegger de una función pastoral sobre un ser fracturado y desperdigado.

Por la clarificación real de esta escena, estamos en deuda con la serie de filósofos franceses que releyeron a Nietzche muchas décadas después, en la década de 1960.4.34 Su relectura implicó una reorientación de la perspectiva de la crítica, que emergió cuando comenzaron a reconocer el fin del funcionamiento de la dialéctica, y cuando este reconocimiento se confirmó en las nuevas experiencias políticas, prácticas, centradas en la producción de subjetividad. Esta era una producción de subjetividad como poder, como constitución de una autonomía que no podía ser reducida a ninguna síntesis abstracta o trascendente.4.35 No la dialéctica sino el rechazo, la resistencia, la violencia y la afirmación positiva del ser marcan ahora la relación entre la ubicación de la crisis en la realidad y la respuesta adecuada. Lo que en medio de la crisis de los '20 apareció como trascendencia contra la historia, redención contra la corrupción y mesianismo contra el nihilismo fue construido ahora como una posición ontológicamente definida, afuera y en contra, y por ello más allá de todo posible residuo de la dialéctica. Este fue un nuevo materialismo que negó todo elemento trascendente y constituyó una reorientación radical del espíritu.

A fin de comprender la profundidad de este pasaje, haríamos bien en observar su conciencia y anticipación en el pensamiento de Ludwig Wittgenstein. Los escritos tempranos de Wittgenstein le dieron nueva vida a los temas dominantes del pensamiento europeo de principios del siglo veinte: la condición de morar en el desierto de los sentidos buscando los significados, la coexistencia de un misticismo de la totalidad junto con la producción de subjetividad. La historia contemporánea y su drama, que se desprendió de toda dialéctica, fue removida por Wittgenstein de toda contingencia. La historia y la experiencia se volvieron la escena de una refundación materialista y tautológica del sujeto en un intento desesperado de hallar coherencia en la crisis. En medio de la Primera Guerra Mundial Wittgenstein escribió: ``Cómo están las cosas es Dios, Dios es cómo están las cosas. Sólo de la conciencia de la singularidad de mi vida derivan la religión-la ciencia-y el arte''. Y luego: ``La conciencia es la misma vida. ¿Puede haber una ética aún cuando no haya otro ser viviente fuera de mí? ¿Puede haber una ética aún cuando no haya otro ser viviente excepto yo? Si la ética se supone algo fundamental, entonces puede. Si estoy en lo cierto, entonces no es suficiente para el juicio ético que haya un mundo. Entonces el mundo en sí mismo no es ni bueno ni malo...Lo bueno y lo malo sólo llegan por el sujeto. Y el sujeto no es parte del mundo sino un límite del mundo''. Wittgenstein denuncia al Dios de la guerra y al desierto de las cosas en el cual lo bueno y lo malo son ahora indistinguibles, situando al mundo en el límite de la subjetividad tautológica: ``Aquí puede verse al solipsismo coincidir con el realismo puro, si se lo piensa bien''.4.36 Pero este límite es creativo. La alternativa está dada completamente cuando, y sólo cuando, la subjetividad es colocada fuera del mundo: ``Mi propuestas sirve como aclaraciones del siguiente modo: todo aquel que me comprenda las reconocerá eventualmente como sin sentido, cuando las haya utilizado-como escalones-para escalar por encima de ellas. (Deberá, para decirlo así, arrojar la escalera tras haber trepado en ella). Deberá trascender estas proposiciones, y entonces verá al mundo''.4.37 Wittgenstein reconoce el fin de toda dialéctica posible y de cualquier sentido que resida en la lógica del mundo y no en su superación subjetiva, marginal.

La trágica trayectoria de esta experiencia filosófica nos permite aprehender aquellos elementos que hicieron de la percepción de la crisis de la modernidad y la declinación de la idea de Europa una condición (negativa pero necesaria) de la definición del Imperio que está llegando. Estos autores fueron voces gritando en el desierto. Parte de esta generación sería recluida en campos de exterminio. Otros perpetuarían la crisis mediante una fe ilusoria en la modernización Soviética. Otros, aún, un grupo significativo de estos autores, volaría a América. También fueron voces gritando en el desierto, pero sus raras y singulares anticipaciones de la vida en el desierto nos dieron los medios para reflexionar en la posibilidades de la multitud en la nueva realidad del Imperio posmoderno. Aquellos autores fueron los primeros en definir la condición de completa deterritorialización del Imperio viniente, y se situaron en ella del mismo modo en que hoy se sitúan en ella las multitudes. La negatividad, el rechazo a participar, el descubrimiento de un vacío que inviste todo: esto significa situarse perentoriamente en una realidad imperial que está definida por la crisis. El Imperio es el desierto, y la crisis es en este punto indistinguible de la tendencia de la historia. Mientras que en el mundo antiguo la crisis imperial era concebida como el producto de una historia cíclica natural, y en el mundo moderno la crisis era definida por una serie de aporías de tiempo y espacio, ahora la figura de crisis y las prácticas del Imperio se han vuelto indistinguibles. Los teóricos de la crisis del siglo veinte, sin embargo, nos han enseñado que en este espacio deterritorializado y destemporalizado donde se está construyendo el Imperio, en este desierto del sentido, el testimonio de la crisis puede pasar hacia la realización de un sujeto singular y colectivo, hacia los poderes de la multitud. La multitud ha internalizado la falta de lugar y tiempo fijo; es móvil y flexible, y concibe el futuro sólo como una totalidad de posibilidades que se remifican en todas direcciones. El universo imperial que está llegando, ciego al sentido, está lleno de la variada totalidad de la producción de subjetividad. La declinación ya no es un destino futuro sino la realidad presente del Imperio.

4.2.3 América, América

La fuga de los intelectuales europeos a los Estados Unidos fue un intento de redescubrir un lugar perdido. ¿Acaso la democracia de América no se fundó sobre la democracia del éxodo, sobre valores afirmativos y no-dialécticos, y sobre el pluralismo y la libertad? ¿ Estos valores no recrearon perpetuamente, junto con la noción de nuevas fronteras, la expansión de sus bases democráticas, más allá de cada obstáculo abstracto de la nación, la etnicidad y la religión? Esta música fue interpretada a veces de muy buen modo en el proyecto de la ``Pax Americana'' proclamado por los líderes liberales, y a veces, en un modo menor, representado por el sueño americano de movilidad social e igualdad de oportunidades de riqueza y libertad para toda persona honesta-en suma, ``el modo Americano de vida''. El proyecto del Nuevo Acuerdo para remontar la crisis mundial de 1930, que fue tan distinto y tanto más liberal que los proyectos políticos y culturales europeos para responder a la crisis, sostuvo esta concepción del ideal Americano. Cuando Hannah Arendt proclamó que la Revolución Americana era superior a la Francesa porque era una búsqueda ilimitada de libertad política, mientras que la Francesa era una lucha limitada sobre la escasez y la desigualdad, no sólo celebró un ideal de libertad que los europeos desconocían desde mucho tiempo atrás, sino que también lo reterritorializó en los Estados Unidos.4.38 En cierto sentido, entonces, pareció como que la continuidad que había existido entre la historia de Estados Unidos y la historia de Europa estaba rota, y que los Estados Unidos se habían embarcado en un curso diferente, pero en realidad representaron para aquellos europeos la resurrección de una idea de libertad que Europa había perdido.

Desde la perspectiva de una Europa en crisis, los Estados Unidos, el ``Imperio de la libertad'' de Jefferson, representó la renovación de la idea imperial. Los grandes escritores norteamericanos del siglo diecinueve han cantado a las dimensiones épicas de la libertad del nuevo continente. En Whitman el naturalismo se vuelve afirmativo, y en Melville el realismo se vuelve deseo. Un espacio americano se territorializó en nombre de una constitución de libertad, y al mismo tiempo, se deterritorializó continuamente mediante la apertura de fronteras y éxodos. Los grandes filósofos americanos, desde Emerson a Whitehead y Pierce, abrieron el Hegelianismo (o en verdad la apología de la Europa imperialista) a las corrientes espirituales de un proceso que era nuevo e inmenso, determinado e ilimitado.4.39

Los europeos en crisis estaban encantados con estos cantos de sirena de un nuevo Imperio. El americanismo europeo y el anti-americanismo del siglo veinte son ambos manifestaciones de la difícil relación entre los europeos en crisis y el proyecto imperial de Estados Unidos. La utopía americana fue recibida de muchos modos diferentes, pero funcionó en todas partes en la Europa del siglo veinte como un punto referencial central. La preocupación continua se manifestó tanto en el malestar de la crisis como en el espíritu de las vanguardias, en otras palabras, desde la autodestrucción de la modernidad y la indeterminada pero incontenible voluntad de innovación que dirigió la última ola de grandes movimientos culturales europeos, desde el expresionismo y el futurismo al cubismo y el abstraccionismo.

La historia militar del doble rescate de Europa por los ejércitos de Estados Unidos en las dos Guerras Mundiales fue paralela al rescate en términos políticos y culturales. La hegemonía americana sobre Europa, fundada en estructuras financieras, económicas y militares, pudo ser vista como natural mediante una serie de operaciones culturales e ideológicas. Considérese, por ejemplo, cómo en los años que siguieron al final de la Segunda Guerra Mundial el locus de la producción artística y la idea del arte moderno cambió de París a Nueva York. Serge Guilbaut cuenta la fascinante historia de cómo, cuando la escena del arte de París había sido arrojada al desorden por la guerra y la ocupación Nazi, y en medio de una campaña ideológica para promover el rol de liderazgo de los Estados Unidos en el mundo de posguerra, el expresionismo abstracto de artistas de Nueva York tales como Jackson Pollock y Robert Motherwell se estableció como la continuación natural y el heredero del modernismo europeo y, específicamente Parisino. Nueva York robó la idea del arte moderno:

El arte americano fue así descrito como la culminación lógica de una larga e inexorable tendencia hacia la abstracción. Una vez que la cultura americana fue elevada al status de modelo internacional, el significado de lo específicamente americano debía cambiar: lo que había sido específicamente americano era ahora representativo de la ``cultura Occidental'' como un todo. De este modo el arte americano fue transformado de regional en arte internacional, y luego en arte universal...En este sentido, la cultura americana de posguerra fue colocada en la misma huella de la potencia económica y militar americana: se la hizo responsable de la supervivencia de las libertades democráticas en el mundo ``libre''.4.40

Este pasaje en la historia de la producción artística y, más importante, la crítica de arte, es simplemente un aspecto de la operación ideológica multifacética que forjó la hegemonía global de los Estados Unidos como consecuencia natural e ineludible de la crisis de Europa.

Paradójicamente, incluso los feroces nacionalismos europeos, que condujeron a conflictos de tanta violencia durante la primera mitad del siglo, fueron desplazados eventualmente por una competencia acerca de quién podía expresar mejor un fuerte americanismo. De hecho, la Unión Soviética de Lenín pudo escuchar más claramente el canto de sirena del americanismo. El desafío fue replicar los resultados del capitalismo que había alcanzado su pináculo en Estados Unidos. Los Soviéticos argumentaron contra los medios empleados por Estados Unidos, proclamando que el socialismo obtendría los mismos resultados, más eficientemente, mediante el trabajo intenso y el sacrificio de la libertad. Esta terrible ambigüedad recorre también los escritos de Gramsci sobre el americanismo y el fordismo, uno de los textos fundamentales para comprender el problema americano desde la perspectiva europea.4.41 Gramsci vio a los Estados Unidos, con su combinación de nuevas formas Tayloristas de organización del trabajo y su poderosa voluntad capitalista de dominar, como el punto de referencia inevitable para el futuro: era el único camino al desarrollo. Para Gramsci, era entonces cuestión de entender si esa revolución sería activa (como la de la Rusia Soviética) o pasiva (como la Italia Fascista). La consonancia entre americanismo y socialismo de Estado sería obvia, con sus caminos paralelos de desarrollo en ambos lados del Atlántico durante la Guerra Fría, que condujeron finalmente a una peligrosa competencia en la exploración espacial y las armas nucleares. Estos caminos paralelos subrayaron simplemente el hecho que un cierto americanismo había penetrado incluso en el corazón de su más fuerte adversario. Los desarrollos de Rusia en el siglo veinte fueron en cierta medida un microcosmos para aquellos de Europa.

El rechazo de la conciencia europea a reconocer su declinación tomó a menudo la forma de proyectar la crisis en la utopía americana. Dicha proyección continuó por largo tiempo, tan largo como lo que duró la necesidad y urgencia de redescubrir un lugar de libertad que pudiese continuar la visión teleológica de la cual el historicismo Hegeliano es, tal vez, su mayor expresión. Las paradojas de esta proyección se multiplicaron, hasta el punto donde la conciencia europea, enfrentada con su innegable e irreversible declinación, reaccionó yendo al otro extremo: el sitio primario de competencia, que había afirmado y repetido el poder formal de la utopía de Estados Unidos, representaba ahora su completa derrota. La Rusia de Solzhenitzyn se volvió el negativo absoluto de las imágenes más caricaturescas y apologéticas de la utopía norteamericana, al estilo de Arnold Toynbee. No debe sorprender que las ideologías del fin de la historia, que son tan evolucionarias como posmodernas, aparecieran para completar esta mezcla ideológica. El Imperio Americano le pondrá fin a la historia.

Sabemos, sin embargo, que esta idea del Imperio Americano como la redención de la utopía es completamente ilusoria. Primero, el Imperio que llega no es americano, y los Estados Unidos no son su centro. El principio fundamental del Imperio, como hemos descrito a lo largo de este libro, es que su poder no posee centro o terreno real o localizable. El poder imperial está distribuido en redes, mediante mecanismos de control móviles y articulados. Esto no quiere decir que el gobierno y el territorio de los Estados Unidos son iguales a cualquier otro: ciertamente los Estados Unidos ocupan una posición privilegiada en las jerarquías y segmentaciones globales del Imperio. Pero en la medida en que los poderes y fronteras de los Estados-nación declinan, sin embargo, las diferencias entre territorios nacionales se tornan crecientemente relativas. Ahora no hay diferencias de naturaleza (como eran, por ejemplo, las diferencias entre el territorio de la metrópolis y el de la colonia) sino diferencias de grado.

Más aún, los Estados Unidos no pueden rectificar o redimir la crisis y declinación del Imperio. Los Estados Unidos no son el lugar donde los europeos e incluso el sujeto moderno pueden huir para resolver sus dificultades e infelicidad, no existe tal lugar. El medio para ir más allá de la crisis es el desplazamiento ontológico del sujeto. Por lo tanto, el cambio más importante tiene lugar dentro de la humanidad, puesto que con el fin de la modernidad también termina la esperanza de hallar algo que pueda identificar al yo fuera de la comunidad, fuera de la cooperación, y fuera de las relaciones críticas y contradictorias que cada persona halla en un no-lugar, es decir, en el mundo y la multitud. Es aquí donde reaparece la idea de Imperio, no como territorio, no en las dimensiones determinadas de su tiempo y espacio, y no desde la perspectiva de un pueblo y su historia, sino simplemente como la trama de una dimensión humana ontológica que tiende a ser universal.

4.2.4 Crisis

La posmodernización y el pasaje al Imperio implican una convergencia real de las esferas que solían ser designadas como base y superestructura. El Imperio toma forma cuando lenguaje y comunicación, es decir, cuando trabajo inmaterial y cooperación, se vuelven la fuerza productiva dominante (ver Sección 3.4). La superestructura es puesta en marcha, y el universo en el que vivimos es un universo de redes lingüísticas productivas. Las líneas de producción y las de representación se cruzan y mezclan en la misma esfera lingüística y productiva. En este contexto las distinciones que definen a las categorías centrales de la economía política tienden a borrarse. La producción se vuelve indistinguible de la reproducción; las fuerzas productivas se funden con las relaciones de producción; el capital constante tiende a estar constituido y representado dentro del capital variable, en las mentes, los cuerpos y la cooperación de los sujetos productivos. Los sujetos sociales son al mismo tiempo productores y productos de esta máquina unitaria. En esta nueva formación histórica ya no es posible identificar un signo, un sujeto, un valor, o una práctica que esté ``afuera''.

Sin embargo, la formación de esta totalidad no elimina la explotación. En realidad, la redefine, principalmente en relación con la comunicación y la cooperación. La explotación es la expropiación de la cooperación y la nulificación de los sentidos de la producción lingüística. Consecuentemente, las resistencias al comando emergen continuamente dentro del Imperio. Los antagonismos a la explotación son articulados a lo largo de las redes globales de producción y determinan crisis en todos y cada uno de sus nodos. La crisis es coextensiva con la totalidad posmoderna de la producción capitalista; es propia del control imperial. En este sentido, la declinación y caída del Imperio se define no como un movimiento diacrónico sino como una realidad sincrónica. La crisis corre atravesando cada momento del desarrollo y recomposición de la totalidad.

Con la subsunción real de la sociedad bajo el capital, los antagonismos sociales pueden erupcionar como conflictos en cada momento y en cada término de producción e intercambio comunicativo. El capital se ha vuelto un mundo. El valor de uso y todas las demás referencias a los valores y procesos de valorización que fueron concebidos como externos al modo capitalista de producción se han desvanecido progresivamente. La subjetividad está sumergida enteramente en el lenguaje y el intercambio, pero eso no significa que ahora sea pacífica. El desarrollo tecnológico basado en la generalización de las relaciones comunicativas de producción es un motor de la crisis, y el intelecto general productivo es cuna de antagonismos. Crisis y declinación no se refieren a algo exterior al Imperio sino a lo más interno a él. Pertenecen a la propia producción de subjetividad, y por ello son al mismo tiempo propios y contrarios a los procesos de reproducción del Imperio. Crisis y declinación no son una base oculta ni un futuro ominoso, sino una nítida y obvia actualidad, un evento siempre esperado, una latencia que está siempre presente.

Es medianoche en una noche de fantasmas. Tanto el nuevo reino del Imperio como la nueva creatividad cooperativa e inmaterial de la multitud se mueven en las sombras, y nada intenta iluminar el destino que nos aguarda adelante. Sin embargo, hemos adquirido un nuevo punto de referencia (y mañana, tal vez, una nueva conciencia), que consiste en el hecho que el Imperio está definido por la crisis, que su declinación ya ha comenzado, y que en consecuencia cada línea de antagonismo apunta hacia el evento y la singularidad. ¿Qué significa, prácticamente, que la crisis sea inmanente e indistinguible del Imperio? ¿Es posible en esta noche oscura teorizar positivamente y definir una práctica del evento?

4.2.5 Generación

Dos impedimentos principales nos inhiben para responder inmediatamente a estas cuestiones. El primero se presenta por el poder dominante de la metafísica burguesa, en especial la ilusión extensamente propagada de que el mercado capitalista y el régimen capitalista de producción son eternos e insuperables. La bizarra naturalidad del capitalismo es una simple y pura mistificación, y debemos liberarnos de ella. El segundo impedimento está constituido por las numerosas posturas teóricas que no ven alternativa a la actual forma de mando excepto alguna otra anárquicamente ciega, y eso participa en un misticismo del límite. Desde esta perspectiva ideológica no puede pretenderse manejar el sufrimiento de la existencia articulándolo, volviéndolo conciente y estableciendo una perspectiva de rebelión. Esta posición teórica conduce meramente a una actitud cínica y a prácticas inmovilizantes. La ilusión de la naturalidad del capitalismo y la radicalidad del límite realmente se colocan en una relación de complementariedad. Su complicidad se expresa en una debilidad agotadora. El hecho es que ninguna de estas posiciones, ni la apologética ni la mística, intentan aprehender el aspecto principal del orden biopolítico: su productividad. No pueden interpretar los poderes virtuales de la multitud que tienden constantemente a volverse posibles y reales. En otras palabras, le han perdido la pista a la productividad fundamental del ser.

Podremos responder a la pregunta sobre cómo salir de la crisis sólo si descendemos a la virtualidad biopolítica, enriquecida por los singulares y creativos procesos de producción de subjetividad. ¿Cómo pueden ser posibles la ruptura y la innovación, sin embargo, en el horizonte absoluto en que estamos sumergidos, en un mundo en el cual los valores parecen haber sido negados en un vacío de sentido y una ausencia de cualquier medida? Aquí no necesitamos retroceder nuevamente a una descripción del deseo y sus excesos ontológicos, ni insistir en la dimensión del ``más allá''. Es suficiente señalar a la determinación generativa del deseo, y con ello a su productividad. En efecto, el completo advenimiento de lo político, lo social y lo económico en la constitución del presente revela un espacio biopolítico que-mucho mejor que la nostálgica utopía del espacio político de Hannah Arendt-explica la capacidad del deseo de confrontar la crisis.4.42 Todo el horizonte conceptual es así redefinido completamente. Lo biopolítico, visto desde el punto de vista del deseo, no es otra cosa más que producción concreta, colectividad humana en acción. El deseo aparece aquí como espacio productivo, como la actualidad de la cooperación humana en la construcción de la historia. Esta producción es pura y simple reproducción humana, el poder de generación. La producción deseante es generación, es decir, el excedente de trabajo y la acumulación de un poder incorporado en el movimiento colectivo de las esencias singulares, tanto su causa como su fin.

Cuando nuestro análisis se sitúa sólidamente en el mundo biopolítico donde coinciden la producción y reproducción social, económica y política, la perspectiva ontológica y la antropológica tienden a superponerse. El Imperio pretende ser el dueño de ese mundo porque puede destruirlo. ¡Qué horrible ilusión! En realidad somos nosotros los dueños del mundo, porque es nuestro deseo y nuestro trabajo lo que lo regenera continuamente. El mundo biopolítico es un incansable entretejido de acciones generativas, de las cuales el colectivo (como punto de encuentro de las singularidades) es el motor. Ninguna metafísica, salvo alguna delirante, puede pretender definir a la humanidad como aislada e inerme. Ninguna ontología, salvo alguna trascendente, puede relegar a la humanidad a la individualidad. Ninguna antropología, excepto una patológica, puede definir a la humanidad como un poder negativo. La generación, ese primer hecho de la metafísica, la ontología y la antropología, es un mecanismo colectivo o aparato del deseo. La biopolítica que está llegando celebra esta ``primera'' dimensión en términos absolutos.

La teoría política se ve forzada por esta nueva realidad a redefinirse radicalmente a sí misma. En la sociedad biopolítica, por ejemplo, el miedo no puede emplearse, como propuso Thomas Hobbes, como motor exclusivo de la constitución contractual de la política, negando así el amor de la multitud. Es decir, en la sociedad biopolítica la decisión del soberano no puede negar nunca el deseo de la multitud. Si aquellas fundantes estrategias modernas de la soberanía se emplearan hoy, con las oposiciones que determinan, el mundo se detendría, pues ya no sería posible la generación. Para que tenga lugar la generación, la política debe someterse al amor y al deseo, o sea a las fuerzas fundamentales de la producción biopolítica. La política no es lo que hoy se nos ha enseñado mediante el maquiavelismo cínico de los políticos; es en realidad lo que nos contó el Maquiavelo democrático: el poder de la generación, del deseo y del amor. La teoría política debe reorientarse según estas líneas y asumir el lenguaje de la generación.

La generación es el primum del mundo biopolítico del Imperio. El biopoder-un horizonte de la hibridización de lo natural con lo artificial, las necesidades y las máquinas, el deseo y la organización colectiva de lo económico y lo social-debe reorganizarse continuamente a sí mismo para poder existir. La generación está allí, antes que todo, como base y motor de la producción y reproducción. La conexión generativa le da sentido a la comunicación, y cualquier modelo (cotidiano, filosófico o político) de comunicación que no responda a esta premisa es falso. Las relaciones sociales y políticas del Imperio registran esta fase del desarrollo de la producción e interpretan la biosfera generativa y productiva. Hemos alcanzado así el límite de la virtualidad de la subsunción real de la sociedad productiva bajo el capital-y precisamente en este límite la posibilidad de generación y la fuerza colectiva del deseo se revelan en toda su potencia.

4.2.6 Corrupción

Opuesta a la generación se alza la corrupción. Lejos de ser el complemento necesario de la generación, como les gustaría a las diversas corrientes Platónicas de la filosofía, la corrupción es apenas su simple negación.4.43 La corrupción rompe la cadena del deseo e interrumpe su extensión por el horizonte biopolítico de la producción. Construye agujeros negros y vacíos ontológicos en la vida de la multitud, que ni siquiera las más perversas ciencias políticas pueden camuflar. La corrupción, al contrario del deseo, no es un motor ontológico sino simplemente la ausencia de fundamento ontológico de las prácticas biopolíticas del ser.

En el Imperio la corrupción está en todas partes. Es la piedra basal y la clave de la dominación. Reside en diferentes formas en el gobierno supremo del Imperio y sus administraciones vasallas, en las fuerzas administrativas policiales más refinadas y en las más podridas, en los lobbies de las clases dirigentes, las mafias de los grupos sociales ascendentes, las iglesias y sectas, los perpetradores y perseguidores del escándalo, los grandes conglomerados financieros y las transacciones económicas cotidianas. Mediante la corrupción el poder imperial extiende un manto de humo sobre el mundo, y el comando sobre la multitud es ejercido en esta nube pútrida, en ausencia de luz y verdad.

No hay misterio en cómo reconocemos a la corrupción y cómo identificamos a la poderosa vacuidad de la niebla de indiferencia que los poderes imperiales extienden por todo el mudo. De hecho, la habilidad de reconocer a la corrupción es, para usar una frase de Descartes, ``la faculté la mieux partagée du monde'', la facultad más ampliamente compartida del mundo. La corrupción se percibe fácilmente porque aparece inmediatamente como una forma de violencia, como un insulto. Y ciertamente es un insulto: la corrupción es, de hecho, el signo de la imposibilidad de unir el poder con el valor, y por ello su denuncia es una intuición directa de la falta de ser. La corrupción es lo que separa a un cuerpo y una mente de lo que pueden hacer. Como el conocimiento y la existencia en el mundo biopolítico consisten siempre en una producción de valor, esta falta de ser aparece como una herida, un anhelo letal del socio, un despojarse el ser del mundo.

Las formas en las que aparece la corrupción son tan numerosas que intentar hacer un listado de ellas es como pretender medir el mar con una taza. Intentemos, sin embargo, dar algunos ejemplos, aunque no puedan representar a la totalidad. En primer lugar, hay corrupción como una elección individual que se opone y viola a la comunidad fundamental y a la solidaridad definida por la producción biopolítica. Esta pequeña, cotidiana violencia del poder es una corrupción mafiosa. En segundo lugar, hay corrupción del orden productivo, es decir, explotación. Esto incluye al hecho que los valores que derivan de la cooperación colectiva del trabajo son expropiados, y aquello que estaba en lo biopolítico ab origine público es privatizado. El capitalismo está completamente implicado en esta corrupción de la privatización. Como dijo San Agustín, los grandes reinos sólo son proyecciones aumentadas de pequeños ladrones. Sin embargo, Agustín de Hippo, tan realista en esta concepción pesimista del poder, quedaría anonadado por los actuales pequeños ladrones del poder monetario y financiero. Realmente, cuando el capitalismo pierde su relación con el valor (tanto como medida de la explotación individual y como norma de progreso colectivo), aparece inmediatamente como corrupción. La secuencia crecientemente abstracta de su funcionamiento (desde la acumulación de plusvalor a la especulación monetaria y financiera) se muestra como una poderosa marcha hacia la corrupción generalizada. Si el capitalismo es, por definición, un sistema de corrupción, mantenido, como en la fábula de Mandeville, por su agudeza cooperativa y redimido según todas sus ideologías del derecho, y continuado por sus funciones progresivas, entonces, cuando la medida se disuelve y el telos progresivo se quiebra, nada esencial queda del capitalismo, salvo corrupción. En tercer lugar, la corrupción aparece en el funcionamiento de la ideología, o mejor dicho, en la perversión de los sentidos de la comunicación lingüística. Aquí la corrupción toca la esfera biopolítica, atacando sus nodos productivos y obstruyendo sus procesos generativos. Este ataque queda demostrado, en cuarto lugar, cuando en las prácticas del gobierno imperial la amenaza del terror se vuelve un arma para resolver conflictos limitados o regionales y un aparato para el desarrollo imperial. En este caso el comando imperial está disfrazado, pudiendo aparecer alternativamente como corrupción o destrucción, lo suficiente como para revelar el profundo llamado que la primera le hace a la segunda y la segunda a la primera. Ambas danzan juntas sobre el abismo, sobre la ausencia de ser imperial.

Dichos ejemplos de corrupción pueden multiplicarse al infinito, pero en la base de todas estas formas de corrupción hay una operación de nulificación ontológica definida y ejercida como destrucción de la esencia singular de la multitud. La multitud debe ser unificada o segmentada en diferentes unidades: es así como la multitud será corrompida. Por esto, los conceptos antiguos y modernos de corrupción no pueden ser traducidos directamente al concepto posmoderno. Mientras que en los tiempos antiguos y modernos la corrupción era definida en relación con los esquemas y/o relaciones de valor y demostrada como una falsificación de ellos de modo tal que podía a veces jugar un papel en el cambio entre las formas de gobierno y la restauración de los valores, hoy, en contraste, la corrupción no puede jugar ningún papel en ninguna transformación de las formas de gobierno, porque la propia corrupción es la sustancia y totalidad del Imperio. La corrupción es el ejercicio puro del comando, sin ninguna referencia proporcionada o adecuada al mundo de la vida. Es comando apuntado hacia la destrucción de la singularidad de la multitud mediante su unificación coercitiva y/o su cruel segmentación. Por esto, el Imperio necesariamente declina en el momento de su auge.

Esta figura negativa del comando sobre el biopoder productivo es aún más paradójica cuando se contempla desde la perspectiva de la corporalidad. La generación biopolítica transforma directamente los cuerpos de la multitud. Ellos son, como hemos visto, cuerpos enriquecidos con poder intelectual y cooperativo, y cuerpos que ya son híbridos. Lo que la generación nos ofrece en la posmodernidad, pues, son cuerpos ``más allá de la medida''. En este contexto la corrupción aparece simplemente como enfermedad, frustración y mutilación. Es así como ha actuado siempre el poder contra los cuerpos enriquecidos. La corrupción aparece también como psicosis, opio, angustia y aburrimiento, pero esto también ha sucedido siempre durante la modernidad y las sociedades disciplinarias. La especificidad actual de la corrupción es, en cambio, la ruptura de la comunidad de cuerpos singulares y el impedimento de su acción-ruptura de la comunidad biopolítica productiva e impedimento de su vida. Aquí nos encontramos entonces frente a una paradoja, el Imperio reconoce y se beneficia del hecho que en la cooperación los cuerpos producen más y en comunidad los cuerpos disfrutan más, pero debe obstruir y controlar esta autonomía cooperativa para no ser destruido por ella. La corrupción opera para impedir esta ida ``más allá de la medida'' de los cuerpos en la comunidad, esta universalización singular del nuevo poder de los cuerpos, que amenaza la existencia real del Imperio. La paradoja es irresoluble: cuanto más rico se vuelva el mundo, más deberá el Imperio, que está basado en esta riqueza, negar las condiciones de la producción de riqueza. Nuestra tarea es investigar cómo será forzada finalmente la corrupción a ceder su control sobre la generación.


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