Una vez encarnado en el poder de los consejos obreros, que deben suplantar internacionalmente a todo otro poder, el movimiento proletario se vuelve su propio producto, y este producto es el propio productor. El productor es su propio fin. Sólo entonces la espectacular negación de la vida es negada a su vez.
Guy Debord
Este es el tiempo de los hornos, y sólo se verá luz.
José MartíFlirteando con Hegel, podríamos decir que la construcción del Imperio es buena en sí misma pero no para sí misma.1.68 Una de las más poderosas operaciones de las estructuras de poder de los imperialismos modernos fue impulsar cuñas entre las masas del mundo, dividiéndolas en campos opuestos, o, en verdad, una miríada de partes conflictivas. Incluso segmentos del proletariado de los países dominantes fueron llevados a creer que sus intereses estaban unidos exclusivamente con su identidad nacional y destino imperial. Por ello, las instancias más significativas de rebeliones y revoluciones contra estas estructuras de poder modernas, fueron aquellas que colocaron la lucha contra la explotación junto a la lucha contra el nacionalismo, el colonialismo y el imperialismo. En estos eventos, la humanidad aparecía durante un mágico momento unida por un deseo común de liberación, y podíamos vislumbrar por un instante un futuro donde los modernos mecanismos de dominación serían destruidos de una vez y para siempre. Las masas revoltosas, sus deseos de liberación, sus experimentaciones para construir alternativas, y sus instancias de poder constituyente estuvieron todos, en sus mejores momentos, apuntados hacia la internacionalización y globalización de las relaciones, más allá de las divisiones del mando nacional, colonial e imperialista. En nuestro tiempo este deseo puesto en marcha por las multitudes ha sido dirigido (de un modo extraño y perverso, pero, sin embargo, real) por la construcción del Imperio. Podemos decir, incluso, que la construcción del Imperio y sus redes globales es una respuesta a las diversas luchas contra las modernas máquinas de poder, y, específicamente, a la lucha de clases conducida por los deseos de liberación de la multitud. La multitud llamó al Imperio.
Decir que el Imperio es bueno en sí mismo, sin embargo, no significa que es bueno para sí mismo. Aunque el Imperio puede haber representado un papel en terminar con el colonialismo y el imperialismo, construye, sin embargo, sus relaciones de poder basadas en la explotación, que, en muchos aspectos, es más brutal que aquella que destruyó. El fin de la dialéctica de la modernidad no ha resultado en el fin de la dialéctica de la explotación. Hoy día casi toda la humanidad está en cierto grado absorbida o subordinada a las redes de la explotación capitalista. Vemos ahora una separación aún más extrema entre una pequeña minoría que controla enormes riquezas y las multitudes que viven en la pobreza en los límites de la debilidad. Las líneas geográficas y raciales de opresión y explotación establecidas durante la era del colonialismo y el imperialismo, en muchos aspectos no han declinado sino crecido exponencialmente.
Pese a reconocer todo esto, insistimos en afirmar que la construcción del Imperio es un paso adelante para librarse de toda nostalgia por las estructuras de poder que lo precedieron y un rechazo a toda estrategia política que incluya un retorno a ese viejo orden, tal como intentar resucitar al Estado-nación para protegerse contra el capital global. Sostenemos que el Imperio es mejor del mismo modo que Marx sostenía que el capitalismo era mejor que las formas sociales y los modos de producción que lo precedieron. La visión de Marx se basaba en un sano y lúcido disgusto por las jerarquías rígidas y parroquiales que precedieron a la sociedad capitalista, como, asimismo, en un reconocimiento del incremento del potencial para la liberación en la nueva situación. Del mismo modo podemos ver hoy que el Imperio elimina a los crueles regímenes del poder moderno y también incrementa el potencial de liberación.
Nos damos perfecta cuenta que al afirmar estas tesis estamos nadando contra la corriente de nuestros amigos y camaradas de la Izquierda. Durante las largas décadas de la actual crisis de la izquierda comunista, socialista y liberal que han seguido a los '60, una amplia porción del pensamiento crítico, tanto en los países dominantes de desarrollo capitalista como en los subordinados, ha intentado recomponer sitios de resistencia fundados en las identidades de sujetos sociales o grupos nacionales y regionales, a menudo basando los análisis políticos en la localización de las luchas. Dichos argumentos están a veces construidos desde el punto de vista de movimientos o políticas de ``base-local'', en los cuales las fronteras del lugar (concebido como identidad o territorio) son levantadas contra el espacio indiferenciado y homogéneo de las redes globales.1.69 En otras épocas estos argumentos políticos dibujaban la prolongada tradición del nacionalismo izquierdista, en el cual, (en los mejores casos) la nación era concebida como el mecanismo de defensa primario contra la dominación del capital global y / o foráneo.1.70 Hoy, el silogismo operativo en el núcleo de las diferentes formas de estrategia ``local'' de Izquierda parece ser por completo reactivo: Si la dominación capitalista se está volviendo cada vez más global, entonces nuestras resistencias a ella deben defender lo local y construir barreras a los flujos acelerados del capital. Desde esta perspectiva, la globalización real del capital y la constitución del Imperio deben ser consideradas signos de desposeimiento y derrota.
Nosotros sostenemos, sin embargo, que hoy esa posición localista, aunque admiramos y respetamos el espíritu de algunos de sus sostenedores, es tanto falsa como dañina. Es falsa, antes que nada, porque el problema está expuesto pobremente. En muchas caracterizaciones el problema se asienta sobre una dicotomía falsa entre los global y lo local, asumiendo que lo global incluye homogeneización e identidad indiferenciada, mientras lo local preserva la heterogeneidad y las diferencias. Con frecuencia en esos argumentos está implícita la asunción que las diferencias de lo local son, en algún sentido, naturales, o, al menos, que su origen no está en cuestionamiento. Las diferencias locales son preexistentes a la escena actual, y deben ser defendidas o protegidas contra la intrusión de la globalización. No debe sorprendernos, dada dicha asunción, que muchas defensas de lo local adopten la terminología de la ecología tradicional e incluso identifiquen este proyecto político ``local'' con la defensa de la naturaleza y la biodiversidad. Esta visión puede derivar fácilmente en una clase de primordialismo que fija y romantiza las relaciones sociales y las identidades. Lo que es necesario analizar, en verdad, es precisamente la producción de localismo, es decir, las máquinas sociales que crean y recrean las identidades y diferencias que son entendidas como lo local.1.71 Las diferencias localistas no son preexistentes ni naturales, sino, en verdad, efectos de un régimen de producción. La globalidad, similarmente, no debe ser entendida desde el punto de vista de homogeneización cultural, política o económica. La globalización, como la localización, debe ser entendida, en cambio, como un régimen de producción de identidad o diferencia, o, verdaderamente, de homogeneización y heterogeneización. El mejor marco, entonces, para designar la distinción entre lo global y lo local debe referirse a diferentes redes de flujos y obstáculos en las cuales el momento o la perspectiva local da prioridad a las barreras deterritorializantes o límites, y el momento global privilegia la movilidad de flujos deterritorializantes. Es falso, en todo caso, sostener que podemos [re] establecer identidades locales que en algún sentido están afuera y protegidas contra los flujos globales de capital y el Imperio.
Esta estrategia Izquierdista de resistencia a la globalización y defensa de lo local es también dañina porque en muchos casos lo que aparece como identidades locales no son autónomas o auto-determinantes sino que, en realidad, alimentan y sostienen al desarrollo de la máquina imperial capitalista. La globalización o deterritorialización operada por la máquina imperial no está de hecho opuesta a la localización o reterritorialización, sino, en verdad, colocada en un juego móvil y en circuitos modulantes de diferenciación e identificación. La estrategia de resistencia local no identifica, y con esto enmascara, al enemigo. No estamos de ningún modo opuestos a la globalización de las relaciones como tales --de hecho, como dijimos, las más poderosas fuerzas del internacionalismo de Izquierda han conducido este proceso. El enemigo, ciertamente, es un régimen específico de relaciones globales que llamamos Imperio. Más importante: esta estrategia de defender lo local es dañina porque oscurece e incluso niega las alternativas reales y los potenciales para la liberación que existen dentro del Imperio. Debemos abandonar de una vez y para siempre la búsqueda de un afuera, un punto de vista que imagina una pureza para nuestras políticas. Es mejor, tanto teóricamente como prácticamente, entrar en el terreno del Imperio y confrontar sus flujos homogeneizantes y heterogeneizantes en toda su complejidad, apoyando nuestros análisis en el poder de la multitud global.
La herencia de la modernidad es un legado de guerras fratricidas, ``desarrollo'' devastador, ``civilización'' cruel, y violencia previamente inimaginable. Erich Auerbach escribió una vez que la tragedia es el único género que puede reclamar, con justicia, realismo en la literatura Occidental, y tal vez esto sea cierto por la tragedia que la modernidad Occidental ha impuesto en el mundo.1.72 Campos de concentración, armas nucleares, guerras genocidas, apartheid: no es difícil enumerar los diversos escenarios de la tragedia. Pero al insistir sobre el carácter trágico de la modernidad, sin embargo, no pretendemos seguir a los filósofos ``trágicos'' de Europa, desde Schopenhauer hasta Heidegger, quienes transformaron estas destrucciones reales en narrativas metafísicas sobre la negatividad de ser, como si estas tragedias actuales fuesen meras ilusiones, ¡o cómo si fueran nuestro destino final! La negatividad moderna no está ubicada en ningún reino trascendental sino en la dura realidad ante nosotros: los campos de las batallas patrióticas en la Primera y Segunda Guerra Mundial, desde los campos de las matanzas en Verdún hasta los hornos Nazis y la dulce aniquilación de millares en Hiroshima y Nagasaki, el alfombrado de bombas de Vietnam y Camboya, las matanzas desde Sétif y Soweto hasta Sabra y Shatila, y la lista sigue y sigue. ¡Ningún Job puede soportar tal sufrimiento! (Y cualquiera que comience a compilar esta lista comprende rápidamente cuán inadecuada es para la cantidad y calidad de las tragedias) Bien, si esa modernidad ha llegado a su fin, y si el moderno Estado-nación que sirvió como condición ineluctable para la dominación imperialista e innumerables guerras está desapareciendo de la escena mundial, ¡de buena nos hemos librado, entonces! Debemos limpiarnos a nosotros mismos de cualquier nostalgia descolocada de esa modernidad.
Sin embargo, no podemos estar satisfechos con esa condena política del poder moderno que confía en la historia rerum gestarum, la historia objetiva que hemos heredado. Debemos considerar también el poder de los res gestae, el poder de la multitud para hacer la historia, que continúa y se reconfigura hoy, dentro del Imperio. Es cuestión de transformar una necesidad impuesta en la multitud --necesidad solicitada, en cierta medida, por la misma multitud a lo largo de la modernidad, como una línea de vuelo desde la miseria y la explotación localizada-- en una condición de posibilidad de liberación, una nueva posibilidad en este terreno nuevo de la humanidad.1.73
Aquí es cuando comienza el drama ontológico, cuando el telón sube en un escenario en el cual el desarrollo del Imperio se vuelve su propio crítico y su proceso de construcción se vuelve el proceso de su derrumbe. Este drama es ontológico en el sentido que aquí, en este proceso, el ser es producido y reproducido. Este drama deberá ser más clarificado y articulado a medida que nuestro estudio avanza, pero debemos insistir desde el comienzo que esto no es simplemente otra variante de iluminismo dialéctico. No estamos proponiendo la enésima versión del inevitable pasaje por el purgatorio (aquí bajo la apariencia de la nueva máquina imperial) a fin de ofrecer una luz de esperanza para futuros radiantes. No estamos repitiendo el esquema de una teleología ideal que justifique cualquier pasaje en nombre del fin prometido. Por el contrario, nuestro razonamiento se basa aquí en dos aproximaciones metodológicas que pretenden ser no-dialécticas y absolutamente inmanentes: las primera es crítica y deconstructiva, pretendiendo subvertir los lenguajes y estructuras sociales hegemónicos, y de este modo revelar una base ontológica alternativa que resida en las prácticas creativas y productivas de la multitud; la segunda es constructiva y ético-política, buscando dirigir a los procesos de producción de subjetividad hacia la constitución de una alternativa política y social efectiva, un nuevo poder constituyente.
Nuestro enfoque crítico se dirige a la necesidad de una deconstrucción ideológica y material real del orden imperial. En el mundo posmoderno, el espectáculo gobernante del Imperio se está construyendo mediante una variedad de discursos y estructuras auto-legitimantes. Tiempo atrás, autores tan diversos como Lenin, Horckheimer y Adorno, y Debord, reconocieron este espectáculo como el destino del capitalismo triunfante. Pese a sus importantes diferencias, esos autores nos ofrecieron una anticipación real del camino del desarrollo capitalista.1.74 Nuestra deconstrucción de este espectáculo no puede ser sólo textual, sino que debe buscar continuamente enfocar sus poderes en la naturaleza de los eventos y las determinaciones reales de los procesos imperiales hoy en movimiento. La aproximación crítica pretende, por ello, traer a la luz las contradicciones, ciclos y crisis del proceso porque en cada uno de estos momentos la necesidad imaginada del desarrollo histórico puede abrirse hacia posibilidades alternativas. En otras palabras, la deconstrucción de la historia rerum gestarum, del reino espectral del capitalismo globalizado, revela la posibilidad de organizaciones sociales alternativas. Tal vez esto sea lo más lejos que podamos llegar con el andamiaje metodológico de un deconstruccionismo crítico y materialista --¡pero esto ya es una enorme contribución!1.75
Aquí es donde el primer abordaje metodológico debe pasarle la batuta al segundo, el enfoque constructivo y ético-político. Aquí debemos profundizar en el sustrato ontológico de las alternativas concretas empujadas continuamente hacia delante por la res gestae, las fuerzas subjetivas actuando en el contexto histórico. Lo que aquí aparece no es una nueva racionalidad, sino un nuevo escenario de diferentes actos racionales --un horizonte de actividades, resistencias, voluntades y deseos que rechazan el orden hegemónico, proponen líneas de fuga y forjan itinerarios constitutivos alternativos. El sustrato real, abierto a la crítica, revisado por el enfoque ético-político, representa el referente ontológico real de la filosofía, o, en verdad, el campo adecuado para una filosofía de la liberación. Este abordaje rompe metodológicamente con toda filosofía de la historia en tanto rechaza toda concepción determinista del desarrollo histórico y toda celebración ``racional'' del resultado. Demuestra, por el contrario, cómo el evento histórico reside en la potencialidad. ``No son los dos que se recomponen en uno, sino el uno que se abre en dos'', según la hermosa fórmula anti-Confucionista (y anti-Platónica) de los revolucionarios chinos.1.76 La filosofía no es el búho de Minerva que se echa a volar una vez que la historia se ha realizado, a fin de celebrar su feliz fin; más bien, la filosofía es proposición subjetiva, deseo y praxis aplicados al evento.
Hubo un tiempo, no hace mucho, cuando el internacionalismo era un componente clave de las luchas proletarias y las políticas progresistas en general. ``El proletariado no tiene país'', o mejor, ``el país del proletariado es el mundo entero''. La ``Internationale'' era el himno de los revolucionarios, el canto de futuros utópicos. Debemos notar que la utopía expresada en estos lemas no es, de hecho, internacionalista, si por internacionalista entendemos a un tipo de consenso entre las variadas identidades nacionales, que preserve sus diferencias pero negocie algunos acuerdos limitados. En realidad, el internacionalismo proletario era antinacionalista, y, por ello, supranacional y global. ¡Trabajadores del mundo uníos! --no sobre la base de identidades nacionales sino directamente mediante necesidades y deseos comunes, sin considerar límites y fronteras.
El internacionalismo fue la voluntad de un activo sujeto de masas que reconoció que los Estados-nación eran los agentes clave de la explotación capitalista y que la multitud era continuamente empujada a pelear sus guerras sin sentido --en suma, que el Estado-nación era una forma política cuyas contradicciones no podían ser subsumidas y sublimadas sino solamente destruidas. La solidaridad internacional era realmente un proyecto para la destrucción del Estado-nación y la construcción de una nueva comunidad global. Este programa proletario estuvo por detrás de las con frecuencia ambiguas definiciones tácticas producidas por los partidos comunistas y socialistas durante el siglo de su hegemonía sobre el proletariado.1.77 Si el Estado-nación era un eslabón central en la cadena de dominación, y por ello debía ser destruido, entonces el proletariado nacional tenía como tarea primaria destruirse a sí mismo en tanto estaba definido por la nación, sacando con ello a la solidaridad internacional de la prisión en la que había sido encerrada. La solidaridad internacional debía ser reconocida no como un acto de caridad o altruismo para el bien de otros, un noble sacrificio para otra clase trabajadora nacional, sino como propio e inseparable del propio deseo y la lucha por la liberación de cada proletariado nacional. El internacionalismo proletario construyó una máquina política paradójica y poderosa que empujó continuamente más allá de las fronteras y las jerarquías del estado-nación y ubicó los futuros utópicos sólo en el terreno global.
Hoy debemos reconocer claramente que el tiempo de ese internacionalismo proletario ha pasado. Esto no niega el hecho, sin embargo, que el concepto de internacionalismo realmente vivió entre las masas y depositó una especie de estrato geológico de sufrimiento y deseo, una memoria de victorias y derrotas, un residuo de tensiones ideológicas y necesidades. Más aún, el proletariado se ha, de hecho, hallado a sí mismo hoy en día, no precisamente internacional, pero (al menos tendencialmente) global. Uno puede estar tentado a decir que el internacionalismo proletario realmente ``ganó'' a la luz del hecho que los poderes de los Estados-nación han declinado en el reciente pasaje hacia la globalización y el Imperio, pero esta sería una noción de victoria extraña e irónica. Es más exacto decir, siguiendo la cita de William Morris que sirve como uno de los epígrafes de este libro, que aquello por lo que lucharon ha llegado, pese a su derrota.
La práctica del internacionalismo proletario se expresó con mayor claridad en los ciclos internacionales de luchas. En este marco la huelga general (nacional) y la insurrección contra el Estado (-nación) fueron sólo realmente concebibles como elementos de comunicación entre luchas y procesos de liberación en el terreno internacionalista. Desde Berlín a Moscú, desde París a Nueva Delhi, desde Argelia a Hanoi, desde Shangai a Yakarta, desde La Habana a Nueva York, las luchas resonaron una tras otra durante los siglos diecinueve y veinte. Se construía un ciclo al comunicarse las noticias de una revuelta y aplicarse en cada nuevo contexto, del mismo modo que en una era previa los barcos mercantes llevaban las noticias de las rebeliones de esclavos de isla en isla alrededor del Caribe, prendiendo una terca línea de incendios que no podían ser extinguidos. Para que se formara un ciclo, los receptores de las noticias debían ser capaces de ``traducir'' los eventos a su propio lenguaje, reconociendo las luchas como propias, y con ello, agregando un eslabón a la cadena. En algunos casos esta ``traducción'' fue muy elaborada: cómo los intelectuales chinos en los finales del siglo veinte, por ejemplo, pudieron oír de las luchas anticoloniales en las Filipinas y Cuba, y traducirlas a los términos de sus propios proyectos revolucionarios. En otros casos fue mucho más directo: cómo el movimiento de consejos de fábrica en Turín, Italia, fue inmediatamente inspirado por las noticias de la victoria bolchevique en Rusia. Más que pensar en las luchas como relacionadas unas con otras como eslabones de una cadena, puede ser mejor entenderlas como comunicándose como un virus que modula su forma para hallar en cada contexto un huésped adecuado.
No es difícil hacer un mapa de los períodos de extrema intensidad de estos ciclos. Una primera ola puede verse comenzando después de 1848, con la agitación política de la Primera Internacional, continuando en la década de 1880 y 1890 con la formación de organizaciones políticas y sindicales socialistas, y alcanzando luego un pico tras la revolución rusa de 1905 y el primer ciclo internacional de luchas anti-imperialistas.1.78 Una segunda ola se alzó tras la revolución Soviética de 1917, la que fue seguida por una progresión internacional de luchas que sólo podría ser contenida por los fascismos en un lado, y reabsorbida por el New Deal y los frentes antifascistas en el otro. Y finalmente está la ola de luchas que comenzaron con la revolución China y continuaron con las luchas de liberación Africanas y Latinoamericanas hasta las explosiones de la década de 1960 en todo el mundo.
Estos ciclos internacionales de luchas fueron el verdadero motor que condujo el desarrollo de las instituciones del capital y que lo condujo en un proceso de reforma y reestructuración.1.79 El internacionalismo proletario, anticolonial y anti-imperialista, la lucha por el comunismo, que vivió en todos los eventos insurreccionales más poderosos de los siglos diecinueve y veinte, anticiparon y prefiguraron los procesos de la globalización del capital y la formación del Imperio. Es en este modo que la formación del Imperio es una respuesta al internacionalismo proletario. No hay nada dialéctico o teleológico en esta anticipación y prefiguración del desarrollo capitalista por la lucha de masas. Por el contrario, las luchas mismas son demostraciones de la creatividad del deseo, de las utopías o la experiencia vivida, los trabajos de la historicidad como potencialidad --en suma, las luchas son la realidad desnuda de la res gestae. Una teleología de clases es construida sólo después del hecho, post festum.
Las luchas que precedieron y prefiguraron la globalización fueron expresiones de la fuerza del trabajo viviente, quien buscó liberarse a sí mismo de los rígidos regímenes territorializantes impuestos. Al contestar al trabajo muerto acumulado contra él, el trabajo viviente siempre busca quebrar las estructuras territorializantes fijadas, las organizaciones nacionales y las figuras políticas que lo mantienen prisionero. Con la fuerza del trabajo viviente, su incansable actividad, y su deseo deterritorializante, este proceso de ruptura abrió todas las ventanas de la historia. Cuando uno adopta la perspectiva de la actividad de la multitud, su producción de subjetividad y deseo, puede reconocer cómo la globalización, al operar una deterritorialización real de las estructuras previas de explotación y control, es, realmente, una condición para la liberación de la multitud. ¿Pero cómo puede hoy realizarse este potencial para la liberación? ¿Ese mismo deseo incontenible de libertad que quebró y enterró al Estado-nación y determinó la transición hacia el Imperio, vive aún bajo las cenizas del presente, las cenizas del fuego que consumió la sujeto proletario internacionalista, centrado en la clase trabajadora industrial? ¿Qué ha subido a escena en el lugar de ese sujeto? ¿En qué sentido podemos decir que la raíz ontológica de una nueva multitud ha llegado para ser un actor alternativo o positivo en la articulación de la globalización?
Debemos reconocer que el sujeto del trabajo y la rebelión ha cambiado profundamente. La composición del proletariado se ha transformado, y con ello debe cambiar también nuestra comprensión del mismo. En términos conceptuales, entendemos al proletariado como una amplia categoría que incluye a todos aquellos cuyo trabajo está directa o indirectamente explotado por el capitalismo y sujeto a las normas de producción y reproducción del mismo.1.80 En la era previa la categoría del proletariado se centraba, y por momentos estaba efectivamente subsumida, en la clase trabajadora industrial, cuya figura paradigmática era el trabajador varón de la fábrica masiva. A esa clase trabajadora industrial se le asignaba con frecuencia el papel principal por sobre otras figuras del trabajo (tales como el trabajo campesino y el trabajo reproductivo), tanto en los análisis económicos como en los movimientos políticos. Hoy en día esa clase casi ha desaparecido de la vista. No ha dejado de existir, pero ha sido desplazada de su posición privilegiada en la economía capitalista y su posición hegemónica en la composición de clase del proletariado. El proletariado ya no es lo que era, pero esto no significa que se haya desvanecido. Significa, por el contrario, que nos enfrentamos otra vez con el objetivo analítico de comprender la nueva composición del proletariado como una clase.
El hecho que bajo la categoría de proletariado entendemos a todos aquellos explotados por y sujetos a la dominación capitalista no indica que el proletariado es una unidad homogénea o indiferenciada. Está, por el contrario, cortada en varias direcciones por diferencias y estratificaciones. Algunos trabajos son asalariados, otros no; algunos trabajos están limitados dentro de las paredes de la fábrica, otros están dispersos por todo el ilimitado terreno social; algunos trabajos se limitan a ocho horas diarias y cuarenta horas semanales, otros se expanden hasta ocupar todo el tiempo de la vida; a algunos trabajos se le asigna un valor mínimo, a otros se los exalta hasta el pináculo de la economía capitalista. Argumentaremos (en la Sección 3.4.) que entre las diversas figuras de la producción hoy activas, la figura de la fuerza de trabajo inmaterial (involucrada en la comunicación, cooperación, y la producción y reproducción de afectos) ocupa una posición crecientemente central tanto en el esquema de la producción capitalista como en la composición del proletariado. Nuestro objetivo es señalar aquí que todas estas diversas formas de trabajo están sujetas de igual modo a la disciplina capitalista y a las relaciones capitalistas de producción. Es este hecho de estar dentro del capital y sostener al capital lo que define al proletariado como clase.
Necesitamos observar más concretamente la forma de las luchas con las cuales el nuevo proletariado expresa sus deseos y necesidades. En el último medio siglo, y en particular en las dos décadas que transcurrieron entre 1968 y la caída del Muro de Berlín, la reestructuración y expansión global de la producción capitalista ha sido acompañada por una transformación de las luchas proletarias. Como hemos dicho, la figura de un ciclo internacional de luchas basadas en la comunicación y traducción de los deseos comunes del trabajo en rebeliones, parece no existir más. El hecho que el ciclo como forma específica del agrupamiento de las luchas se haya desvanecido, sin embargo, no nos coloca simplemente ante el abismo. Por el contrario, podemos reconocer poderosos eventos en la escena mundial que revelan la traza del rechazo de la multitud a la explotación y el signo de un nuevo tipo de solidaridad proletaria y militancia.
Consideremos las luchas más radicales y poderosas de los últimos veinte años del siglo veinte: los hechos de la Plaza de Tiananmen en 1989, la Intifada contra la autoridad del Estado de Israel, la rebelión de mayo de 1992 en Los Ángeles, el alzamiento de Chiapas que comenzó en 1994, la serie de huelgas que paralizaron a Francia en diciembre de 1995 y las que inmovilizaron a Corea del Sur en 1996. Cada una de estas luchas fue específica y basada en asuntos regionales inmediatos, de modo tal que no pueden ser de ninguna manera unidas entre sí como una cadena de rebeliones expandiéndose globalmente. Ninguno de estos eventos inspiró un ciclo de luchas, porque los deseos y necesidades que expresaban no podían ser traducidos en contextos diferentes. En otras palabras, los revolucionarios (potenciales) en otras partes del mundo no escucharon los eventos de Beijing, Nablus, Los Ángeles, Chiapas, París o Seúl, reconociéndolos de inmediato como sus propias luchas. Más aún, estas luchas no sólo fallaron en comunicarse a otros contextos, sino que también les faltó una comunicación local, por lo cual a menudo tuvieron una duración muy breve en su lugar de origen, encendiéndose como un destello fugaz. Esta es ciertamente una de las paradojas políticas más centrales y urgente de nuestro tiempo: en nuestra celebrada era de las comunicaciones, las luchas se han vuelto casi incomunicables.
Esta paradoja de incomunicabilidad vuelve extremadamente difícil comprender y expresar el nuevo poder derivado de las luchas emergentes. Debemos ser capaces de reconocer que lo que las luchas han perdido en extensión, duración y comunicabilidad lo han ganado en intensidad. Debemos ser capaces de reconocer que aunque estas luchas apuntan a sus propias circunstancias locales e inmediatas, todas ellas se abocan a problemas de relevancia supranacional, problemas propios de la nueva figura de la regulación imperial capitalista. En Los Ángeles, por ejemplo, los motines fueron alimentados por antagonismos raciales locales y patrones de exclusión económica y social que son, en muchos aspectos, particulares de ese territorio (post-) urbano, pero los hechos fueron también catapultados inmediatamente a un nivel general en la medida que expresaban un rechazo del régimen de control social post-Fordista. Como la Intifada en ciertos aspectos, los tumultos de Los Ángeles demostraron cómo la declinación del régimen contractual Fordista y de los mecanismos de mediación social han vuelto tan precario el manejo de los territorios metropolitanos y poblaciones racial y socialmente diversos. Los saqueos de mercaderías y los incendios de propiedades no fueron simples metáforas sino la condición real de movilidad y volatilidad de las mediaciones sociales post-Fordistas.1.81 También en Chiapas la insurrección se basó primariamente en asuntos locales: problemas de exclusión y falta de representación, específicos de la sociedad mexicana y el Estado mexicano, que habían sido, en un grado limitado, comunes a las jerarquías raciales de la mayor parte de América latina. Sin embargo, la rebelión Zapatista fue también, de inmediato, una lucha contra el régimen social impuesto por el NAFTA, y, más generalmente, contra la exclusión y subordinación sistemáticas dentro de la construcción regional del mercado mundial.1.82 Finalmente, como en Seúl, las huelgas masivas en París y toda Francia a fines de 1995 fueron apuntadas a cuestiones laborales específicamente locales y nacionales (tales como pensiones, salarios y desempleo), pero muy pronto se reconoció a la lucha como una clara respuesta a la nueva construcción económica y social de Europa. Las huelgas francesas se hicieron, por sobre todo, por una nueva noción de lo público, una construcción nueva de espacio público contra los mecanismos neoliberales de privatizaciones que acompañaron en casi todas partes al proyecto de globalización capitalista.1.83 Tal vez precisamente porque todas estas luchas son incomunicables y, por ello, están bloqueadas para desplazarse horizontalmente en la forma de un ciclo, se ven forzadas a saltar verticalmente y tocar inmediatamente los niveles globales.
Debemos ser capaces de reconocer que esta no es la aparición de un nuevo ciclo de luchas internacionalistas, sino, por el contrario, la emergencia de una nueva calidad de movimientos sociales. Debemos ser capaces de reconocer, en otras palabras, las características fundamentalmente nuevas que todas estas luchas presentan, pese a su radical diversidad. Primero, cada lucha, aunque firmemente asentada en condiciones locales, salta de inmediato al nivel global y ataca a la constitución imperial en su generalidad. Segundo, todas las luchas destruyen la distinción tradicional entre luchas políticas y económicas. Estas luchas son, a un mismo tiempo, económicas, políticas y culturales --y, por lo tanto, son luchas biopolíticas, luchas sobre la forma de vida. Son luchas constituyentes, creando nuevos espacios públicos y nuevas formas de comunidad.
Debemos ser capaces de reconocer todo esto, pero no es tan fácil. Tenemos que admitir, de hecho, que aún al intentar individualizar la novedad real de estas situaciones, nos asalta la molesta impresión que estas luchas ya son viejas, desactualizadas y anacrónicas. Las luchas de la Plaza Tiananmen hablan un lenguaje de democracia que parece fuera de moda; las guitarras, las vinchas, las tiendas y los estribillos parecen un eco lejano de Berkeley en la década de 1960. Los motines de Los Ángeles, también, parecen una réplica del terremoto de conflictos raciales que sacudió a los Estados Unidos en los '60. Las huelgas de París y Seúl parecen volvernos atrás, a la era de los trabajadores fabriles, como si fueran el último suspiro de una clase trabajadora agonizante. Todas estas luchas, que presentan, realmente, elementos nuevos, aparecen desde el principio como viejas y desactualizadas --precisamente porque no pueden comunicarse, porque sus lenguajes no pueden ser traducidos. Las luchas no se comunican pese a ser hipermediatizadas, en televisión, en Internet y en cualquier otro medio imaginable. Otra vez, nos enfrentamos a la paradoja de la incomunicabilidad.
Podemos, ciertamente, reconocer obstáculos reales que bloquean la comunicación de las luchas. Uno de ellos es la ausencia de reconocimiento del enemigo común contra el cual se dirigen las luchas. Beijing, Los Ángeles, Nablus, Chiapas, París, Seúl: estas situaciones parecen totalmente particulares, pero de hecho todas ellas atacan al orden global del Imperio y buscan una alternativa real. Por ello, la clarificación de la naturaleza del enemigo común es una tarea política esencial. Un segundo obstáculo, que es realmente corolario del primero, es la ausencia de un lenguaje común de las luchas, que pueda ``traducir'' el lenguaje particular de cada uno a un lenguaje cosmopolita. Las luchas en otras partes del mundo, e incluso nuestras propias luchas, parecen estar escritas en un incomprensible lenguaje extranjero. Esto también apunta a una tarea política importante: construir un nuevo lenguaje común que facilite la comunicación, tal como los lenguajes del anti-imperialismo y del internacionalismo proletario lo hicieron para las luchas de la era anterior. Tal vez esta deba ser un nuevo tipo de comunicación que funcione no sobre la base de similitudes sino sobre las diferencias: una comunicación de singularidades.
El reconocimiento de un enemigo común y la invención de un lenguaje común de las luchas son ciertamente objetivos políticos importantes, y avanzaremos sobre ellos todo lo que podamos en este libro, pero nuestra intuición nos dice que esta línea de análisis falla en aprehender el potencial real que presentan las nuevas luchas. Nuestra intuición nos dice, en otras palabras, que el modelo de articulación horizontal de luchas en un ciclo ya no es adecuado para reconocer el modo en que las luchas contemporáneas alcanzan significación global. Dicho modelo, de hecho nos ciega a su nuevo potencial total.
Marx intentó entender la continuidad del ciclo de luchas proletarias que emergían en la Europa del siglo diecinueve en términos de un topo y sus túneles subterráneos. El topo de Marx saldría a la superficie en épocas de conflicto de clases abierto, y luego regresaría bajo tierra --no para hibernar pasivamente sino para cavar sus túneles, moviéndose con los tiempos, empujando hacia delante con la historia, de modo que cuando el tiempo fuese el adecuado (1830, 1848, 1870), saldría a la superficie nuevamente. ``¡Bien escarbado, viejo topo!''.1.84 Pues bien, sospechamos que el viejo topo de Marx ha muerto finalmente. Nos parece que en el pasaje contemporáneo hacia el Imperio, los túneles estructurados del topo han sido reemplazados por las infinitas ondulaciones de la serpiente.1.85 Las profundidades del mundo moderno y sus pasadizos subterráneos se han vuelto superficiales en la posmodernidad. Las luchas de hoy se deslizan silenciosamente a través de los paisajes superficiales imperiales. Tal vez la incomunicabilidad de las luchas, la falta de túneles comunicativos bien estructurados, es de hecho una fuerza y no una debilidad --una fuerza porque todos los movimientos son inmediatamente subversivos en sí mismos y no esperan ninguna clase de ayuda externa o extensión para garantizar su efectividad. Tal vez, cuanto más extiende el capital sus redes globales de producción y control, más poderoso se vuelve cualquier punto singular de rebelión. Enfocando simplemente sus propios poderes, concentrando sus energías en un resorte tenso y compacto, estas luchas serpentinas golpean directamente a las articulaciones más elevadas del orden imperial. El Imperio presenta un mundo superficial, cuyo centro virtual puede ser alcanzado inmediatamente desde cualquier otro punto de la superficie. Si estos puntos van a constituir algo parecido a un nuevo ciclo de luchas, va a ser un ciclo definido no por la extensión comunicativa de las luchas sino por su emergencia singular, por la intensidad que las caracteriza, una a una. En suma, esta nueva fase se define por el hecho que estas luchas no se unen horizontalmente, sino porque cada una salta verticalmente, directo al centro virtual del Imperio.
Desde el punto de vista de la tradición revolucionaria, uno puede objetar que los todos éxitos tácticos de las acciones revolucionarias de los siglos diecinueve y veinte se caracterizaron precisamente por su capacidad para destruir el eslabón más débil de la cadena imperialista, que ese es el ABC de la dialéctica revolucionaria y que hoy día la situación no pareciera ser muy promisoria. Es verdad que las luchas serpentinas que presenciamos hoy no proveen ninguna táctica revolucionaria clara o quizá son completamente incomprensibles desde el punto de vista de la táctica. Pero tal vez, enfrentados como estamos a una serie de movimientos sociales intensamente subversivos que atacan los más altos niveles de la organización imperial, ya no sea útil insistir en la vieja distinción entre estrategia y táctica. En la constitución del Imperio ya no hay un ``afuera'' del poder y, por ello, ya no hay eslabones débiles --si por eslabones débiles queremos decir un punto externo en el cual las articulaciones del poder global son vulnerables.1.86 Para lograr importancia, cada lucha debe atacar al corazón del Imperio, a su fortaleza. Este hecho, sin embargo, no prioriza ninguna región geográfica, como si sólo los movimientos sociales de Washington, Ginebra o Tokio pudieran atacar al corazón del Imperio. Por el contrario, la construcción del Imperio, y la globalización de las relaciones económicas y culturales, significan que el centro virtual del Imperio puede ser atacado desde cualquier punto. Las preocupaciones tácticas de la vieja escuela revolucionaria son completamente irrecuperables; la única estrategia disponible para las luchas es aquella de un contrapoder constituyente que emerge desde el interior del Imperio.
Aquellos que tienen dificultades en aceptar la novedad y el potencial revolucionario de esta situación desde la propia perspectiva de las luchas, podrán reconocerlo con mayor facilidad desde la perspectiva del poder imperial, que se ve limitado a reaccionar ante estas luchas. Aún cuando estas luchas se vuelvan sitios efectivamente cerrados a la comunicación, son, al mismo tiempo, el foco maníaco de atención crítica del Imperio.1.87 Hay lecciones educacionales en las clases de administración y las cámaras de gobierno --lecciones que demandan instrumentos represivos. La lección principal es que dichos eventos no pueden repetirse si se continúan los procesos de globalización capitalista. Sin embargo, estas luchas tienen su propio peso, su propia intensidad específica y, además, son inmanentes a los procedimientos y desarrollos del poder imperial. Invisten y sostienen los mismos procesos de globalización. El poder imperial susurra los nombres de las luchas para atraerlas a la pasividad, para construir una imagen mistificada de ellas, pero, lo que es más importante, para descubrir cuáles procesos de globalización son posibles y cuales no. De este modo contradictorio y paradójico, los procesos imperiales de globalización asumen estos eventos, reconociéndolos tanto como límites y oportunidades para recalibrar los propios instrumentos del Imperio. Los procesos de globalización no existirían o llegarían a detenerse si no fueran continuamente frustrados y conducidos por las explosiones de la multitud, que llegan de inmediato a los niveles más altos del poder imperial.
El emblema del Imperio Austro-Húngaro, un águila de dos cabezas, bien puede representar a la forma contemporánea del Imperio. Pero mientras en el emblema anterior las dos cabezas miraban hacia fuera, para indicar la autonomía relativa y coexistencia pacífica de los respectivos territorios, en nuestro caso las dos cabezas deberían girar hacia dentro, cada una atacando a la otra.
La primera cabeza del águila imperial es una estructura jurídica y un poder constituido, construidos por la máquina de comando biopolítico. El proceso jurídico y la máquina imperial están siempre sujetos a crisis y contradicciones. Paz y orden --los valores eminentes propuestos por el Imperio-- nunca podrán ser alcanzados, pero son repropuestos continuamente. El proceso jurídico de constitución del Imperio vive esta crisis constante que es considerada (al menos por los teóricos más atentos) el precio de su propio desarrollo. Pero siempre hay un excedente. La continua extensión y presión constante del Imperio para adherir aún más cercanamente a la complejidad y profundidad del ámbito biopolítico, fuerza a la máquina imperial a abrir nuevos conflictos, cuando apenas termina de resolver otros. Intenta volverlos conmensurables, pero emergen otra vez como inconmensurables, con todos los elementos del nuevo terreno móviles en el espacio y flexibles en el tiempo.
La otra cabeza del águila imperial es la multitud plural de subjetividades de la globalización, productivas, creativas, que han aprendido a navegar en este enorme océano. Están en perpetuo movimiento y forman constelaciones de singularidades y eventos que imponen reconfiguraciones globales continuas al sistema. Este movimiento perpetuo puede ser geográfico, pero también puede estar referido a procesos de modulaciones de forma y procesos de mezcla e hibridación. La relación entre ``sistema'' y ``movimientos asistémicos'' no puede ser aplastada dentro de ninguna lógica de correspondencia, en esta atopía perpetuamente modulante.1.88 Incluso los elementos asistémicos producidos por las nuevas multitudes son, de hecho, fuerzas globales que no pueden tener una relación conmensurada, ni siquiera invertida, con el sistema. Cada evento insurreccional que erupciona dentro del orden del sistema imperial provoca una conmoción a la totalidad del sistema. Desde esta perspectiva, el marco institucional en el cual vivimos está caracterizado por su radical contingencia y precariedad o, realmente, por la imprevisibilidad de las secuencias de eventos --secuencias que son siempre más breves o más compactas temporalmente y, por ello, cada vez menos controlables.1.89 Cada vez se vuelve más difícil para el Imperio intervenir en las imprevisibles secuencias temporales de eventos cuando aceleran su temporalidad. El aspecto más relevante demostrado por las crisis puede ser sus súbitas aceleraciones, a menudo acumulativas, que pueden volverse explosiones, virtualmente simultáneas, que revelan un poder propiamente ontológico y un ataque imprevisible sobre el más central equilibrio del Imperio.
De igual modo que el Imperio con el espectáculo de su fuerza determina continuamente recomposiciones sistémicas, nuevas figuras de resistencia son compuestas en las secuencias de los eventos de lucha. Esta es otra característica fundamental de la existencia de la multitud, hoy, dentro del Imperio y contra el Imperio. Se producen nuevas figuras de lucha y nuevas subjetividades en la coyuntura de eventos, en el nomadismo universal, en la mezcla y mestizaje de individuos y pueblos y en la metamorfosis tecnológica de la máquina biopolítica imperial. Estas nuevas figuras y subjetividades son producidas porque, aunque las luchas sean en verdad antisistémicas, no se alzan meramente contra el sistema imperial --no son simples fuerzas negativas. También expresan, alimentan y desarrollan positivamente sus propios proyectos constituyentes; trabajan por la liberación del trabajo viviente, creando constelaciones de poderosas singularidades. Este aspecto constituyente del movimiento de la multitud, en sus infinitas caras, es realmente el terreno positivo de la construcción histórica del Imperio. Esta no es un positivismo historicista sino, por el contrario, una positividad de la res gestae de la multitud, una positividad creativa, antagónica. El poder deterritorializador de la multitud es la fuerza productiva que sostiene al Imperio y, al mismo tiempo, la fuerza que hace necesaria y llama a su destrucción.
En este punto, sin embargo, debemos reconocer que nuestra metáfora se rompe y el águila de dos cabezas no una representación adecuada de la relación entre el Imperio y la multitud, porque coloca a los dos en un mismo nivel, y eso no reconoce las jerarquías reales y discontinuidades que definen su relación. Desde una perspectiva, el Imperio se posiciona claramente por sobre la multitud y la sujeta bajo el mando de su máquina, como un nuevo Leviatán. Al mismo tiempo, sin embargo, desde la perspectiva de la creatividad y productividad social, desde la que hemos venido denominando perspectiva ontológica, la jerarquía es revertida. Es la multitud la fuerza productiva real de nuestro mundo social, mientras que el Imperio es un mero aparato de captura que sólo vive fuera de la vitalidad de la multitud --como diría Marx, un régimen vampiro de trabajo muerto acumulado que sólo sobrevive chupando la sangre de los vivos.
Una vez que adoptamos este punto de vista ontológico, podemos volver al marco jurídico que investigamos inicialmente y reconocer las razones del déficit real que aflige a la transición desde la ley pública internacional hacia la nueva ley pública del Imperio, es decir, la nueva concepción del derecho que define al Imperio. En otras palabras, la frustración y la continua inestabilidad sufrida por el derecho imperial mientras intenta destruir los viejos valores que sirvieron como puntos de referencia para la ley pública internacional (los Estados-nación, el orden internacional de Westfalia, las Naciones Unidas, etc.), junto con la denominada turbulencia que acompaña a este proceso, son todos síntomas de una carencia propiamente ontológica. Mientras construye su figura supranacional, el poder parece privado de todo terreno real por debajo de él o, mejor aún, le está faltando el motor que impulsa su movimiento. El mando del contexto imperial biopolítico debe ser visto, por ello, en primera instancia como una máquina vacía, una máquina espectacular, una máquina parasitaria.
Un nuevo sentido de ser es impuesto sobre la constitución del Imperio por el movimiento creativo de la multitud o, en verdad, está continuamente presente en este proceso como un paradigma alternativo. Es interno al Imperio y empuja hacia delante su constitución, no como un negativo que construye un positivo, o cualquier otra resolución dialéctica. En realidad actúa como una fuerza absolutamente positiva que empuja al poder dominante hacia una unificación abstracta y vacía, de la cual aparece como la alternativa diferente. Desde esta perspectiva, cuando el poder constituido del Imperio aparezca meramente como una privación del ser y la producción, como una traza abstracta y vacía del poder constituyente de la multitud, entonces seremos capaces de reconocer el punto de vista real de nuestro análisis. Un punto de vista tanto estratégico como táctico, cuando ambos ya no son distintos.
En un extraordinario texto escrito en su período de reclusión, Louis Althusser lee a Maquiavelo y hace la muy razonable pregunta sobre si El Príncipe debe ser considerado un manifiesto político revolucionario.1.90 A fin de aplicarse a esta cuestión, Althusser intenta primero definir la ``forma manifiesto'' en tanto género específico de texto, comparando las características de El Príncipe con aquellas del manifiesto político paradigmático, el Manifiesto del Partido Comunista de Marx y Engels. Halla entre estos dos documentos parecidos estructurales innegables. En ambos textos la forma del argumento consiste en ``un aparato completamente específico [dispositif] que establece relaciones particulares entre el discurso y su `objeto' y entre el discurso y su `sujeto' '' (p. 55). En cada caso el discurso político nace de la relación productiva entre el sujeto y el objeto, del hecho de que esta relación es ella misma el verdadero punto de vista de la res gestae, una acción colectiva auto-constituyente apuntada a su objetivo. En suma, claramente por fuera de la tradición de la ciencia política (tanto en su forma clásica, que era realmente el análisis de las formas de gobierno, o en su forma contemporánea, que apunta a una ciencia de la administración), los manifiestos de Maquiavelo y Marx-Engels definen lo político como los movimientos de la multitud, y definen su objetivo como la auto-producción del sujeto. Aquí tenemos una teleología materialista.
Pese a esa importante similitud, continúa Althusser, las diferencias entre los dos manifiestos son significativas. La primera diferencia consiste en el hecho que, mientras en el texto de Marx-Engels el sujeto que define el punto de vista del texto (el moderno proletariado) y el objeto (el partido comunista y el comunismo) son concebidos como co-presentes de tal modo que la creciente organización del primero conlleva directamente la creación del segundo, en el proyecto de Maquiavelo hay una distancia ineluctable entre el sujeto (la multitud) y el objeto (el Príncipe y el Estado libre). Esta distancia llevó a que Maquiavelo buscara en El Príncipe una aparato democrático capaz de unir sujeto con objeto. En otras palabras, mientras el manifiesto de Marx-Engels traza una causalidad lineal y necesaria, el texto de Maquiavelo describe en realidad un proyecto y una utopía. Althusser reconoce finalmente que ambos textos traen efectivamente la propuesta teórica al nivel de la praxis; ambos asumen al presente como vacío para el futuro, ``vide pour le futur'' (p. 62), y en este espacio abierto establecen un acto inmanente del sujeto que constituye una nueva posición del ser.
¿Es esta elección del campo de la inmanencia, sin embargo, suficiente para definir un manifiesto que sea un modo de discurso político adecuado para el sujeto insurgente de la posmodernidad ? La situación posmoderna es eminentemente paradójica cuando se considera desde el punto de vista biopolítico --es decir, entendido como un circuito ininterrumpido de vida, producción y política, dominado globalmente por el modo capitalista de producción. Por un lado, en esta situación todas las fuerzas de la sociedad tienden a ser activadas como fuerzas productivas; pero por otro lado, estas mismas fuerzas son sometidas a una dominación global, continuamente más abstracta y por ello ciega al sentido de los aparatos de reproducción de la vida. En la posmodernidad, se ha impuesto efectivamente el ``fin de la historia'', pero de un modo tal que, paradójicamente, todos los poderes de la humanidad son llamados a contribuir a la reproducción global del trabajo, la sociedad y la vida. En este marco, la política (cuando es entendida como administración y dirección) pierde toda su transparencia. A través de este proceso de normalización, el poder oculta en lugar de revelar e interpretar las relaciones que caracterizan su control sobre la sociedad y la vida.
¿Cómo puede reactivarse un discurso político revolucionario en esta situación? ¿Cómo puede ganar nueva consistencia y llenar algún manifiesto eventual con una nueva teleología materialista? ¿Cómo podemos construir un aparato para unir al sujeto (la multitud) con el objeto (la liberación cosmopolita) dentro de la posmodernidad? Ciertamente no podemos lograr esto, aún asumiendo por completo el argumento del campo de inmanencia, siguiendo simplemente las indicaciones ofrecidas por el manifiesto de Marx-Engels. En la fría placidez de la posmodernidad, lo que Marx-Engels vieron como co-presencia del sujeto productivo y el proceso de liberación es totalmente inconcebible. Y, sin embargo, desde nuestra perspectiva posmoderna, los términos del manifiesto de Maquiavelo parecen adquirir una nueva contemporaneidad. Forzando un poco la analogía con Maquiavelo, podemos plantear el problema en estos términos: ¿Cómo puede el trabajo productivo dispersado en diversas redes encontrar un centro? ¿Cómo puede la producción material e inmaterial de los cerebros y cuerpos de tantos construir una dirección y sentido comunes o, mejor, cómo puede encontrar su príncipe el esfuerzo de saltar la distancia entre la formación de la multitud como sujeto y la constitución de un aparato político democrático?
Esta analogía es, sin embargo, insuficiente.. Permanece en el príncipe de Maquiavelo una condición utópica que distancia al proyecto del sujeto y eso, pese a la inmanencia radical del método, confía la función política a un plano superior. En contraste, cualquier liberación posmoderna debe ser alcanzada dentro de este mundo, en el plano de la inmanencia, sin ninguna posibilidad de ninguna utopía por fuera. La forma en la que la política se exprese como subjetividad no está totalmente clara hoy día. Una solución a este problema deberá entrelazar juntos al sujeto y el objeto del proyecto, colocarlos en una situación de inmanencia aún más profunda que la alcanzada por Maquiavelo o Marx-Engels, en otras palabras, situarlos en un proceso de auto-producción.
Tal vez necesitemos reinventar la noción de la teleología materialista que Spinoza proclamó en el amanecer de la modernidad, cuando sostuvo que el profeta producía a su propio pueblo.1.91 Tal vez, junto con Spinoza, debemos reconocer al deseo profético como irresistible y, cuanto más poderoso, más identificado con la multitud. No nos queda del todo claro que esta función profética pueda satisfacer efectivamente nuestras necesidades políticas y sostener un manifiesto potencial de la revolución posmoderna contra el Imperio, pero algunas analogías y coincidencias paradójicas nos parecen llamativas. Por ejemplo, mientras Maquiavelo propone que el proyecto de construir una nueva sociedad desde abajo requiere ``armas'' y ``dinero'' e insiste en que debemos buscarlos afuera, Spinoza responde: ¿No los tenemos ya? ¿No están las armas necesarias precisamente dentro del poder creativo y profético de la multitud? Tal vez nosotros también, colocándonos dentro del deseo revolucionario de la posmodernidad, podamos responder: ¿No tenemos ya ``armas'' y ``dinero''? El tipo de dinero que Maquiavelo insiste que es necesario puede residir en la productividad de la multitud, el actor inmediato de la producción y reproducción biopolítica. El tipo de armas en cuestión puede estar contenido en el potencial de la multitud para sabotear y destruir con su propia fuerza productiva el orden parasitario del comando posmoderno.
Hoy un manifiesto, un discurso político, debe aspirar a llevar a cabo la función profética spinozista, la función de un deseo inmanente que organiza a la multitud. No hay aquí ningún determinismo o utopía: este es, en verdad, un contrapoder radical, apoyado ontológicamente no en algún ``vide pour le futur'' sino en la actividad actual de la multitud, su creación, producción y poder --una teleología materialista.