Albergue del Tesoro Artístico e Histórico

Desde noviembre de 1936 a abril de 1938 las Torres de Serranos y el Colegio de El Patriarca serán el albergue de las obras de arte evacuadas del Museo del Prado (Madrid)
 


Apenas transcurrida una semana de la insurrección del 18 de julio de 1936, el gobierno legítimo, promulga un decreto para proteger el patrimonio, “habiendo sido ocupados distintos palacios en los que se encierra una riqueza artística e histórica de extraordinario valor, debe procederse sin pérdida de tiempo a la intervención de ella, trasladándola en caso necesario a lugares que permitan no sólo su instalación adecuada, sino su conocimiento por el pueblo para su mayor educación y cultura”
 


El día 10 de Noviembre partía el primer envío a Valencia, entre el 14 y el 25 de es mismo mes la aviación fascista bombardeaba el Palacio de Liria, el Museo del Prado, la Biblioteca Nacional....
Se eligieron las obras mas valoradas, se hicieron embalajes técnicamente impecables y se utilizaron los mejores camiones para su traslado a Valencia.
Al frente de todo ello trabajando incansablemente se encontraba Josep Renau, nombrado Director General de Bellas Artes el 7 de septiembre de 1936.


"en el bellisimo claustro del viejo colegio del Patriarca, de Valencia, el Ministerio de Instrucción pública ha expuesto, durante los últimos días de diciembre, todos aquellos cuadros y tapices que pertenecieron a la colección del duque de Alba, salvados por el 5º Regimiento de entre los escombros que son hoy algunas salas del palacio de Liria".
Hora de España. Enero de 1937.

Se atribuye a Azaña la siguiente frase: “Es más interesante salvar el Tesoro Artístico que la propia República ; ésta si se perdiese, puede ser siempre restaurada, pero aquél, en caso de perderse, ya no se podría jamás recuperar”
La Republica veló por salvar el patrimonio artístico, del pillaje y de las bombas.
“Fueron incontables las personas (anónimas la mayor parte de ellas) que compartieron la gloria de este salvamento, incluidos milicianos y soldados, especialistas y estudiantes (allí estaba la FUE aportando entusiasmo y devoción) artistas, restauradores y amigos del arte...”
Antes de que las fuerzas de Franco llegaran al Mediterráneo el 15 de Abril de 1938 todas las obras de arte protegidas en Valencia, emprendieron camino a Francia, de donde, en palabras de Vicente Aguilera Cerni, pudieron volver sin sufrir daño alguno, tras haber recibido en Valencia, mientras fue Capital de la Republica, los máximos cuidados humanamente posibles”.

Maria Teresa León

Poco tiempo bastó para que las obras elegidas, en primer lugar las de escuela española, estuviesen dispuestas a partir hacia Valencia. No recuerdo qué noche del mes de noviembre llegaron al patio de la Alianza de Intelectuales los camiones que iban a trasladar a sitio seguro la primera expedición de las obras maestras del Museo del Prado “Las Meninas”, de Velázquez y el “Carlos V”, de Tiziano, estaban protegidos por un inmenso castillete de madera y lonas. Soldados del V Regimiento y de la Motorizada rodeaban los camiones, esperando la orden de marchar. Rafael, tan poco amigo de improvisaciones, trémulo de angustia, detuvo la mano de un soldado que encendía un cigarrillo: No, eso, no: Y habló con voz cortada de miedo, diciéndoles a aquellos jóvenes combatientes que iban a salir hacia Levante, entre la niebla y el frío, que los ojos del mundo los estaban mirando, que el gobierno confiaba a su custodia un tesoro único, que los defensores de Madrid respondían ante la Historia de las Artes del Museo a ellos confiado. Se produjo un gran silencio. Los motores se pusieron en marcha. Ni una luz ni un reflejo. Poco a poco, todo se lo llevó la niebla.

            Y empezó la noche más larga de nuestra vida. Aparecieron los aviones y bombardearon no sé que barrio. El teléfono iba dándonos la situación de los cuadros en cada alto del camino. El responsable de la caravana llamaba para decirnos: Todo va bien. Pero al pasar el puente de Arganda fue necesario bajar los cuadros y hacerlos cruzar a hombros al otro extremo, pues el andamiaje era demasiado alto. Seguía sonando el teléfono: Todo va bien. Los pueblecitos del tránsito parecían despertarse para irse pasando de mano en mano aquel tesoro, que era su tesoro, el tesoro nacional de su cultura, de la que antes nadie les había hablado. Pueblecitos en vela, voz de los alcaldes: Todo va bien. Y así, en la noche interminable, fuimos corriendo, desvelados y ansiosos detrás de aquellos camiones que llevaban, al buen seguro de las Torres de Serranos, de Valencia, algunas de las principales maravillas del Museo del Prado.

            Ellos no durmieron ni nosotros tampoco. Sonó una vez más el teléfono: María Teresa, la expedición ha llegado a Valencia en condiciones excelentes. La voz de José Renau, director de Bellas Artes, nos pareció la de un ángel. ¡Qué descanso! Nos echamos a la calle a comunicar la buena nueva.

            Así, bajo mi firma y la del señor Sánchez Cantón, salieron de Madrid los primeros cuadros del Museo del Prado. Creíamos inocentemente, durante aquellos días luminosos, que el mundo nos contemplaba. ¡Qué equivocación! Pronto nos hicieron saber que el mundo estaba escandalizado con nuestra audacia, con nuestra barbarie. ¡Y nosotros que ofrecíamos nuestra vida por evitar a un cuadro del Museo del Prado el rozamiento de una bala! No nos importó entonces ni nos importa ahora. Lo que conviene aclarar es que en aquellos tiempos de improvisación heroica no vino en nuestro socorro, ayudando a nuestra ignorancia, ningún técnico, ningún especialista, ningún director de ningún museo de Europa. Los que no regatearon su ayuda fueron esos hombres crédulos y magníficos que, a pesar de no haber pisado jamás las salas de un museo, creyeron en nuestra palabra y no vacilaron en salvar para los inteligentes y los cultos del mundo la maravillosa pinacoteca de Madrid, los que, según Antonio Machado, “no hablan de patria, pero la defienden con su sangre”.

            Poco a poco pasaron los tiempos de la improvisación. Timoteo Pérez Rubio, vicedirector del Museo del Arte Moderno, pudo explicar a sir Frederic Kenyon mejor que yo cómo se protegieron los tesoros de España en la Torre de Serranos, vieja fortaleza gótica, y en el Colegio del Patriarca, de Valencia. Me gusta recordar a Pérez Rubio, porque fueron sus ojos los últimos en mirar las obras maestras del Museo del Prado cuando, cruzando la frontera española en medio del éxodo de nuestro pueblo, llegaron a Ginebra. Nadie al mirarlas allí expuestas se acordó, estoy segura, de aquel principio que movió todos nuestros actos: “la más segura garantía de conservación de las obras de arte y monumentos reside en el respeto y cariño que el pueblo les tenga”.

            Y para aquel pueblo la guerra comenzó a oscurecerse. El Museo del Prado pasó de las Torres de Serranos de Valencia al castillo de Perelada, en Gerona, y de allí, en camiones del ejército, en medio del éxodo tristísimo, cruzó la histórica expedición la frontera de Francia. Pues Bien, a ninguno de aquellos seres destrozados, a ninguna de aquellas mujeres con los niños prendidos a su cuello, se le ocurrió asaltar los camiones para sentarse junto a las Dianas de Tiziano o los caballeros de Valázquez. Aquellos hombres y mujeres de pies inservibles y ensangrentados, que eran el pueblo español, veían pasar la riqueza como sólo ellos, antiguos y magníficos, saben hacerlo. Así, juntos, unos y otros fueron camino del destierro, “preparado el cuerpo para la abstinencia y la fatiga y el ánimo para la muerte...”. Los que desde lejos miraron nuestra angustia, no supieron entonces ver que no era aquélla la derrota de la República y del pueblo español sino la del sentido común de los países democráticos.