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Antonio Ariño, condecorat amb l’Orde de les Palmes Acadèmiques pel Ministeri de Cultura francés

  • 8 de juliol de 2014
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El vicerector de Cultura i Igualtat de la Universitat de València, Antonio Ariño, va ser condecorat el dilluns, 7 de juliol, amb l’Orde de les Palmes Acadèmiques pel Ministeri de Cultura francés, en un a la seu de l’Institut Francés de València. Es tracta d’un reconeixement a la col·laboració de la institució acadèmica valenciana amb l’Institut Francés.

Discurso pronunciado por el profesor Antonio Ariño Villarroya:

 

 

La fuente de la sabiduría

Palabras para la condecoración de

Chevalier de l’Ordre des Palmes Académiques 

 

Antonio Ariño Villarroya

Universitat de València

 

Señor Alain Fohr, Consejero Cultural de la Embajada de Francia. Director General del Institut Français de España.

Director del Institut Français de Valencia y profesor Gérard Teulière,

Quiero expresar mi más profundo agradecimiento al Gobierno francés y a la republique française, por este reconocimiento; al Instituto Francés que ha desarrollado en Valencia una labor tan dilatada en el tiempo, desde finales del siglo XIX, y tan intensa en la promoción de la cultura.

 

Desde hace unos veinte años que me acerque por las puertas del Instituto, siempre he encontrado una acogida entusiasta para la realización de muy diversos proyectos: encuentros, seminarios, conferencias, exposiciones. Así fue con Philipe Pialoux y después con Pierre Berthier; y más recientemente, ya como Vice-rector de Cultura e Igualdad, con Pascal Letelier y con Gérard Teulière. Cuatro directores profundamente comprometidos con la cultura como práctica de emancipación humana.

 

Hace aproximadamente un año, un día, el amigo Pascal me reveló su intención de proponerme para este galardón de origen napoleónico. Me dejó sorprendido y anonadado; menos mal que añadió que era un reconocimiento al entusiasmo con el que desde la Nau trabajábamos para “ouvrir de nouveaux territoires dans une Europe de la connaissance et du partage et dans une Méditerranée du bien commun”. Y en un mensaje que me remitió una vez ya concedido el galardón, desde Paris, expresaba su más sincera felicitación y “mon meilleur et chaleureux souvenir à tous ceux qui travaillent autour de toi (j'espère que l'université n'a pas été changée en supermarché!!!).

 

Este compromiso con la Europa del saber y con el Mediterráneo del bien común lo hemos, no solo mantenido, sino intensificado con Gérard Teulière: el número de actividades realizadas conjuntamente desde septiembre del año pasado es un buen testimonio de ello.

 

En este caso, pues, estas palmas académicas que se suelen entregar a personas concretas, tienen un carácter colectivo e institucional. Pertenecen a todas las personas que me acompañan en el compromiso de dar vida a la tercera función de la universidad: la cultura.

 

I. Mis razones

Además de expresar mi profundo agradecimiento a todas las personas con las que comparto ilusiones, proyectos y vida, creo que debo decir algunas palabras sobre por qué me considero un afrancesado cultural.

 

Soy consciente de que cuando hablamos, sólo decimos torpemente lo que pensamos, y por ello recurriré a algunos autores franceses que lo dicen mejor que yo y que me ayudan a pensar (y a vivir). Seleccionaré no tanto aquellos a los que recurro por razones profesionales –sociólogos, antropólogos, historiadores, filósofos, tan extraordinarios y ejemplares-, sino a los que me ayudan a definir una modo de vida, una moral y un compromiso político.

 

1. Para mí la modernidad, la verdadera modernidad política y cultural, comienza con Étienne de La Boétie y con Michel de Montaigne. El primero fue un defensor radical de la libertad y nadie ha señalado antes o después, con su rotundidad y clarividencia, las causas y raíces de la tiranía y la dominación. En su ensayo De servidumbre voluntaria dice que se propone solamente: “comprender cómo puede ser que tantos hombres, burgos, ciudades y naciones soporten a veces a un único tirano que no tiene más poder que el que ellos le dan, que sólo puede perjudicarles porque ellos lo aguantan, que no podría hacerles ningún mal si no prefiriesen sufrirle a contradecirle”. Hay reyes y tiranos, dirá, porque hay personas dispuestas a comportarse como súbditos. Este texto fue escrito cuando tenía 18 años (había nacido en 1530).

Michel de Montaigne quedó cautivado por la madurez intelectual y personal de ese texto irrepetible. En sus Ensayos afirma que no podía haber amistad y admiración más perfecta e íntima en el mundo que la que se tenían el uno por el otro.

Para mí el descubrimiento de los Ensayos de Montaigne fue y sigue siendo algo así como el encuentro con una fuente inagotable de sabiduría.

Promete al lector hablar de sí mismo, y por supuesto que lo hace, pero en realidad su insaciable mirada se extiende sobre el mundo con perspectivas que luego serán la del antropólogo, del sociólogo, del teórico social, del psicólogo… de todas las ciencias sociales.

Nadie como él instauró la duda en el centro de la vida humana. Los maestros de la duda –Descartes- y de la sospecha –Marx, Nietzsche, Freud- quedan ensombrecidos por la la frescura y hondura, el descaro y la sutileza, la amplitud y la elegancia que destila su prosa en cada fragmento y, siempre, en cada relectura.

“Cada cual considera bárbaro – sostiene Montaigne- lo que no pertenece a sus costumbres. Ciertamente parece que no tenemos más punto de vista sobre la verdad y la razón que el modelo y la idea de las opiniones y los usos del país en el que estamos. Allí está siempre la religión perfecta, el gobierno perfecto, la práctica perfecta y acabada de todo”. Nadie ha hablado como él de la diversidad, del cambio, de la relatividad, de la tolerancia, de la comprensión, de la importancia de la conversación social.

Me entretendría en miles de citas (en realidad, tendría que leeros todos los Ensayos), pero tan sólo recordaré las palabras con que cierra su tercer libro y más en concreto el ensayo titulado De la experiencia:  “En vano nos encaramamos sobre unos zancos, pues aun con zancos hemos de andar con nuestras propias piernas. Y en el trono más elevado del mundo seguimos estando sentados sobre nuestras posaderas”. ¿Hay una forma más certera, eficaz, clara, directa, de hablar de las limitaciones de la condición humana?¿de la insensatez y estupidez de la búsqueda del poder por el poder?

 

2.  De esta modernidad temprana nacen, a mi entender, dos poderosas corrientes en la sociedad y cultura francesas. No se trata ya de la obra de individuos singulares –que también-, sino de movimientos sociales. Una de esas corrientes, que denominaré la segunda modernidad, se encarna en la Enciclopedia, en la Ilustración y la Revolución, y gravita sobre el ideal de igualdad.

Ortega y Gasset –en el prólogo para franceses, de la Rebelión de las masas- transpira su malestar y desacuerdo con los que denominaba doctrinarios del universalismo abstracto, que se atrevían a hablar en nombre de la humanidad; censuraba la apología de lo colectivo, la ideología de “la nivelación por abajo” y la “homogeneización de mala clase”, como hijas del “racionalismo linfático”. No entendió en qué medida en la confluencia y amistad profunda de Étienne de la Boétie y Michel de Montaigne se había producido una fusión intelectual entre libertad radical e igualdad, que las hacía operar como un principio de éga-liberté (tomo esta expresión de otro Étienne, Étienne Balibar, que la aplica para describir una lógica operante en la sociedad contemporánea).

Ciertamente, la idea central de la revolución es la de igualdad. Como decía Condorcet, éste es “el último fin del arte social”. Y esa idea era tan poderosa, pero tan concreta que, desde luego, ningún contemporáneo –ni los más audaces- osó imaginar una igualación generalizada y universal. Más bien al contrario: no se podía desligar por entonces el derecho de la libertad del derecho de la propiedad privada o del mérito personal. Pero como ha señalado Balibar, el principio éga-liberté no dejó de mostrar, en su indeterminación absoluta, una extraordinaria capacidad para expresar las contradicciones entre el ideal y las circunstancias históricas concretas y, de esa dialéctica, sugirían todos los movimientos sociales contemporáneos, hijos de una tensión permanente entre las condiciones reales de existencia y las aspiraciones utópicas, que una vez liberadas, como el genio, no puede ser encerrado de nuevo en su botella.

Esta pulsión profunda por la igualdad, hija de la razón histórica, se expresa por supuesto en las grandes figuras de la ilustración y de la revolución, pero tal vez más eficazmente en nombres secundarios que, como por ejemplo el abbé Gregoire denuncia la trata de esclavos o en Olimpia de Gouges que incluye a las mujeres en los derechos de ciudadanía). Y esta pulsión llega hasta nosotros en la obra actual de Thomas Picketty y en la de François Dubet. No hay libertad sino en la igualdad y no hay igualdad sino en la libertad.

 

3. En la radicalidad de La Boétie y de Montaigne se alimenta otra corriente poderosa de la cultura y el arte franceses, que para mí logra su culminación en la insobornable y descarnada crueldad del surrealismo, porque este retuerce los lenguajes sobre la base de la psicología moderna y la experiencia histórica hasta llevarlo a los abismos más profundos del ser humano y de la vida social. Decía Montaigne “Existe tanta diferencia entre uno y uno mismo, como entre uno y los demás”. Y Rimbaud concluía Je est une autre.

El romanticismo, el simbolismo, el surrealismo, las vanguardias, el existencialismo…, nos introducen en las paradojas, ambivalencias, contradicciones de lo social y de lo personal, del lenguaje y del arte: “la cultura engendra la monstruosidad”, dirán. La vida es un soplo enigmático y su resultado no es otra cosa que un soplo enigmático.

Estas son algunas de mis razones para ser afrancesado. Solo algunas.

 

II.

Pero ¿cómo he llegado a serlo? En general es fácil dotar de sentido a la vida a posteriori. Retrospectivamente, todo parece ordenado de alguna manera y conducir hacia algún puerto, fin o destino. Pero, en verdad ¡las hebras del hilo biográfico no son sino casualidades¡

Como era habitual en la España de principios de los años sesenta, la cultura francesa me llegó por la escuela; pero también por el atractivo que ejercían los emigrantes del pueblo que trabajaban en grandes empresas francesas en torno a Paris. Cuando retornaban para sus vacaciones -con sus vestidos, sus coches y sus músicas, con su modernidad- se nos aparecían como la imagen de una promesa, de un futuro que anhelábamos, pero que en el pueblo era inalcanzable.

Pero en mi caso hay una circunstancia decisiva personal y particular. Tendréis que imaginaros a un chiquillo al que en sus primeros balbuceos por el bachiller de la época le encargaron que hiciera una pequeña redacción sobre el cardenal Richelieu. En la escuela de hoy, entras en Wikipedia y ¡a copiar¡, pero imaginad una escuela sin otros libros que la Enciclopedia Álvarez y una casa, la de mi familia, agropecuaria, sin el menor rastro de libros ni otros medios de comunicación.

No recuerdo con qué materiales hice aquella redacción, pero en mi mente se han quedado impresas las imágenes de aquel poderoso y fastuoso personaje, con su capelo y aquel enorme y esplendoroso manto rojo.

Pero lo más importante es que estudié a Richelieu y la cultura francesa porque fui a la escuela y me pude mantener en ella, un hecho poco evidente en aquellos tiempos. Esto se lo debo directamente a mi padre, que apenas sabía estampar su firma o garabatear unos números en la pared.

Cuando yo tenía 8 años, el dueño de una masía (un masovero) vino a mi casa a contratarme como pastor de ovejas. Era lo normal en aquellos tiempos. Mi madre había guardado cabras y mi padre ovejas. Mi padre escuchó al masovero, pero sin dejarle acabar le espetó que “de niño él ya había ido con amo, y que mientras pudiera, yo no lo haría”.  ¡Qué extraña es la vida¡ Hoy podría ser pastor, como otros coetáneos míos. Como dice Pascal, “cuando miro el cielo estrellado me abismo en su infinitud y me pregunto por qué estoy aquí y no allí, ahora y no en otro momento del tiempo”. Se lo debo a mis padres.

 Debo concluir.

Gracias por vuestra amistad y vuestro reconocimiento, por vuestro afecto, por vuestra compañía, por vuestra generosidad, por vuestra comprensión. Je est un autre se puede conjugar de múltiples formas. Ahora me quedo con una: vivir es convivir con los demás. Con vosotras y vosotros. Vivan las palmas académicas porque, como nos desea Pascal Letelier en un reciente mensaje, elles font nager plus vite les oiseaux de passage!