La aprobación de la Constitución Europea
El 20 de febrero de 2005 los españoles aprobamos en
referéndum consultivo el Tratado por el que se aprueba
una Constitución para Europa. Se trata del último
de los Tratados destinados a organizar el funcionamiento de
la Unión Europea, readpatación, compendio y
mejora de los textos primigenios (Tratados de París
de 1951 y Roma de 1957), así como de sus posteriores
reformas (Acta Única Europea, Tratado de Maastricht,
Tratado de Amsterdam, Tratado de Niza). Aunque formalmente
no nos encontramos ante un texto constitucional sino en presencia
de un Tratado negociado y aprobado por los Gobiernos de los
diferentes Estados que se obligan a su respeto, esta reforma
ha ido acompañada de una ambiciosa campaña de
explicación y legitimación del texto ante la
ciudadanía europea, con la intención de presentar
el proceso de codificación del Derecho originario europeo
que se ha acometido como una suerte de transnacional proceso
constituyente, a partir del cual el demos europeo podría
sentirse regido en su destino común por una norma que,
intencionadamente, es denominada "Constitución".
Consideraciones sobre la esencia constitucional del Tratado
Una de las críticas más frecuentes al Tratado
por el que se establece una Constitución para Europa
ha estado fundamentada, precisamente, en la pretensión
de un texto marcadamente intergubernamental (como el que es
en el fondo la "Constitución Europea") de
arrogarse la legitimidad asociada a un proceso constituyente.
Estas consideraciones han dado lugar a un debate sin duda
desenfocado, entre quienes se aferraban a la constatación
de lo obvio para pretender convertir esta situación
en una descalificación de raíz del Tratado y
quienes, partidarios del sí, intentaban justificar
lo injustificable, argumentando de manera enrevesada y poco
responsable para tratar de encuadrar un texto como el que
nos ocupa en los caracteres históricamente predicados
de los textos constitucionales.
La llamada Constitución Europea es un Tratado internacional,
negociado y aprobado por los Estados miembros de la Unión
Europea (los mecanismos internos por los que, dentro de cada
Estado, se apruebe o rechace el texto, no suponen a estos
efectos más que un problema de Derecho interno), es
de origen indudablemente intergubernamental. E instaura, por
otra parte, una estructura política (más reafirma
que instaura, dado que no introduce sustanciales modificaciones
al respecto) en la que, también, el poder de decisión
queda residenciado, en gran parte, en estructuras intergubernamentales.
Es decir, donde las decisiones finales no son adoptadas a
partir de mecanismos de representación de las voluntades
de los ciudadanos sino de las de los diferentes representantes
de los Estados miembros (Gobiernos). Por muchos que éstos
sean los depositarios, en segunda instancia, de una indudable
legitimidad democrática, es evidente que una estructura
de este tipo no se corresponde con el nacimiento y consolidación
de una comunidad política madura y acabada. Tampoco
una Constitución como la que nos ocupa puede, en consecuencia,
aspirar a serlo en sentido clásico.
Adicionalmente, numerosas previsiones del Derecho de la Unión
Europea son radicalmente contrarias a las que rigen o han
regido tradicionalmente el Derecho Constitucional de cualquier
Estado. Incluso, algunas de ellas, anteriormente existentes
pero sólo de modo tácito (pues no estaban expresamente
referidas en el texto de los Tratados y se deducían
simplemente de la constatable realidad de los mismos como
Tratados Internacionales o se habían ido explicitando
por la labor de la jurisprudencia del Tribunal de las Comunidades
Europeas), aparecen en la Constitución Europea por
primera vez, negando con ello, en apariencia, el carácter
constitucional del texto. Es el caso, por ejemplo, y se trata
de una cuestión que desde España puede entenderse
muy bien por su peculiar situación política,
de la expresa mención que contiene el texto a la posibilidad
de que cualquier Estado miembro pueda salir de la Unión.
Característica esta radicalmente excluida de la noción
de Constitución clásica, en tanto que vertebradora
y fundadora de una comunidad política única,
que por ser plasmación de una única voluntad
no admite su compartimentación a efectos de aceptación
de la misma ni, mucho menos, prevé el opting out.
La Constitución Europea, en cambio, es desde el principio
un acuerdo de diversas voluntades, de origen estatal, que
se comprometen a trabajar en común para la consecución
de determinados objetivos pero sin fundirse en una. Como en
cualquier texto de estas características, como en todo
Tratado Internacional, el Estado firmante es libre de, en
el futuro, desligarse de la organización (otra cosa
es que esto sea sencillo o que no hayan de respetarse en todo
caso compromisos adquiridos y hacer frente a las responsabilidades
derivadas de los incumplimientos).
No obstante todo lo dicho, no parece que esta característica
de la Constitución Europea sea verdaderamente crucial
a la hora de formarse un juicio sobre la misma. Que no sea
una Constitución en sentido clásico no quita
valor a un texto que tampoco pretende ser más de lo
que es. Lo que habitualmente se llama "método
comunitario" designa precisamente esta peculiar manera
en que las Comunidades Europeas se han organizado históricamente,
a partir de un complejo proceso de conciliación de
voluntades basado en la negociación entre Estados,
en la interposición de estructuras permanentes donde
los representantes de los Gobiernos ventilan sus diferencias
y en la participación en la toma de decisiones de órganos
de estructura, esta vez sí, comunitaria, que basados
en la legitimación burocrático-técnica
(si es que ésta puede existir) como la Comisión
o en la democrática (Parlamento Europeo) participan
de diversas maneras en el proceso. Se trata de un sistema
complejo, paralizante en ocasiones, frustrante desde la perspectiva
que hace hincapie en la participación y control ciudadanos
(por ello se habla siempre del déficit democrático
que aqueja al sistema de adopción de decisiones de
las Instituciones Comunitarias), pero que ha demostrado durante
medio siglo que, si bien poco a poco, ha sido capaz de ir
integrando voluntades de diferentes naciones e ir avanzando
en la unión de los europeos. Quienes consideran que
esta vía es la única posible, y confían
en la conveniencia de optar por reformas poco ambiciosas y
seguir con el "método Monnet" de ir logrando
pequeñas realizaciones que tejan lazos de efectiva
solidaridad e interdependencia paulatinamente mayores tienen,
en este sentido, el indudable aval de la Historia. Cuestión
diferente es si otra manera de construir Europa es posible.
Los Tratados Comunitarios en su texto actualmente en vigor,
y la nueva Constitución Europea con ellos, no son constitucionales
si nos atenemos a lo que históricamente ha venido significando
la expresión. No obstante lo cual, a partir del momento
en que puede constarse, por el desarrollo del Derecho Comunitario
que estamos ante un entramado jurídico válido
y eficaz, que prima en su ámbito de competencias sobre
los Derechos internos y que garantiza los derechos de los
ciudadanos y la división y control del ejercicio del
poder, es obvio que no ha de negársele la justa importancia
que tiene. La Declaración francesa de Derechos del
Hombre y del Ciudadano de 1789, que contiene la primera definición
de las exigencias constitucionales de una sociedad desarrollada,
decía en su conocido artículo 16 que toda comunidad
política donde los derechos del hombre no están
garantizados ni el poder dividido "no tiene Constitución".
A la luz de esta visión, y aunque falte en la Constitución
Europea como en todo el proceso de construcción europea
el germen comunitarista que legitima la consideración
de una comunidad política de base, no es posible negar
que algunas de las exigencias, el estatuto de mínimos,
a que ha de responder una Constitución no sólo
son cumplidas por el texto sino que vienen siéndolo
desde hace años por todo el Derecho Comunitario.
De facto la Unión Europea, que garantiza la
aplicación de su Derecho, protege los derechos de los
ciudadanos, establece una compleja división del poder
político es una estructura dotada de Constitución.
Así lo explican quienes, como Muñoz Machado,
dan más valor a esta realidad, conscientes de que la
evolución de nuestras sociedades han hecho mutar la
noción de "Constitución" y de que,
a efectos prácticos, no es realista pretender asistir
a taumatúrgicos bautizos constitucionales de nuevas
y repentinas comunidades políticas. De la Constitución
Europea no es importante, como no lo es de la tradición
y acervo comunitario que recoge, que sean el origen del pacto
social constituyente, sino que recojan las exigencias y garantías
que a toda norma que organiza y estructura las bases de la
convivencia política les son exigibles, como mínimo,
desde la Revolución Francesa.
El procedimiento de elaboración del texto de la Constitución
Las pequeñas realizaciones que, poco a poco, han ido
construyendo la Unión Europea alcanzan dos hitos de
enorme importancia con el Tratado de Maastricht, a partir
del cual se puede entender cerrado el proceso de integración
económica (y conseguida la primera aspiración
funcionalista de las Comunidades Europeas, como era la creación
de un "Mercado Común", expresión caída
en la actualidad en franco desuso precisamente por haber sido
ya plenamente alcanzado), y la ampliación a los Países
de la Europa Central y Occidental, momento en que se cierra
la herida que la II Guerra Mundial infingió a Europa
y se sientan las bases para la integración de los Estados
del antiguo bloque soviético. A la espera de que Bulgaria,
Rumanía y los países de la antigua Yugoslavia
todavía ajenos a la Unión acaben ingresando
en la misma, es evidente que el escollo cualitativo que en
algún momento pudo existir ha quedado definitivamente
arrumbado.
La consecución del objetivo económico de integración
y la admisión de los países de Europa del Este
conllevan inevitablemente dos dilemas que inmediatamente la
Unión hubo de afrontar:
- Instaurado un mercado común, una unión económica
y monetaria, la Unión Europea podía optar por
mantenerse como una estructura encargada de la gestión
de las mismas o, por el contrario, podía aspirar a
avanzar, siquiera fuera poco a poco, a la manera comunitaria,
en pos de mayores cotas, que ahora sólo podían
ser políticas. El logro de sus primeros objetivos obligaba
a la UE a repensarse.
- Ampliada a 25 países, en primera instancia (y en
un futuro próximo a una treintena), las estructuras
comuintarias y el tejido institucional en vigor quedaban desbordadas
y prácticamente inutulizadas, con el riesgo de bloqueo
de ello derivado, como consecuencia del gigantismo derivado
de la integración.
Frente a esta disyuntiva, la Unión Europea, a su peculiar
manera, trató de adpatarse empleando en procedimiento
habitual (método comunitario, composición de
decisiones, pequeños pasos...). El resultado de ello
fue el intento de sentar las bases, muy tímidos, para
intentos posteriores de profundizar en la unión política
y una reforma de mínimos de los Tratados para adaptarlos
a la nueva realidad numérica de la Unión Europea
(pero sin analizar en absoluto si la UE-25 requería
de una revisión más profunda de sus estructuras),
traducidos en la reforma aprobada por el Tratado de Niza.
Desde su mismo origen ésta dio origen a recelos y exigencias
de revisión, que quedan en su misma declaración
plasmadas como consecuencia de las presiones de los Länder
alemanes (que obligan a su Gobierno a presionar para que
se inicie un proceso de reforma destinado a garantizar el
respeto a los mismos en el ejercicio de sus competencias).
Más allá de cuestiones en el fondo técnicas
como las reticencias de Länder en relación
a la correcta aplicación del principio de subsidiaridad,
el unánime juicio político sobre la insatisfacción
generada por el proceso de reforma culminado en Niza es el
origen de la Constitución Europea. Constatado el fracaso
de la revisión y puesta al día por el mecanismo
tradicional de los Tratados, la Unión Europea decide
adentrarse en una renovación mayor, como mínimo
en lo que respecta a sus aspectos procedimentales, para lo
que son las pautas al uso. Con la nueva Constitución
se pretende, sobre todo:
- Compendiar todo el Derecho vigente, mediante la aprobación
de un único texto que permita (al menos por un tiempo)
abandonar la compleja arquitectura jurídica de la Unión
Europea (con Tratados, reformas de Tratados, Tratados de adhesión,
Protocolos...)
- Simplificar el Derecho, aprovechando la labor de síntesis,
eliminando reiteraciones, mejorando y aclarando la redacción
para que sea más accesible a los ciudadanos y deje
de constituir un oscuro arcano patrimonio de burócratas
europeos y juristas especializados
- Avanzar en la integración política, para
lo cual además es imprescindible la reforma institucional,
adaptada a una Unión Europea de 25 ó más
miembros, y por ello la superación de mecanismos de
toma de decisión excesivamente rígidos y facilitadores
del bloqueo.
- Legitimar políticamente la Unión Europea,
por medio de un procedimiento con visos de constituyente y
tratando de implicar más a la ciudadanía europea,
hacerla más partícipe, del proceso de novación
en curso. La multiplicación de refrendos populares
en algunos países, como España, a pesar de la
innecesariedad jurídica de los mismos en la mayor parte
de los casos es una manifestación adicional de este
cuatro objetivo, que tiene su primera consecuencia en el método
elegido para preparar la redacción del Tratado.
Aunque la adopción final del mismo, a la espera de
su ratificación (ineluctable) por los distintos Estados,
fue realizada en el seno de una Conferencia Intergubernamental
(es decir, como siempre, por medio de representantes gubernamentales
de los Estados, a la manera de cualquier Tratado internacional
y a la manera en que se han aprobado también todas
las reformas de los Tratados europeos), encargada también
de la redacción definitiva del texto, se optó
por encargar la elaboración del Proyecto a partir del
cual se iniciaría la discusión a una Convención
integrada no sólo por representantes de los Gobiernos
sino también por parlamentarios nacionales y europeos,
representantes de otros órganos comunitarios e incluso,
por vía indirecta, de los ciudadanos. Al efecto, por
ejemplo, se establecieron toda una serie de mecanismo de intervención
empleando Internet que, si bien en un inicio se pretendían
ambiciosos, acabaron por configurarse más como una
ventana de difusión de los trabajos de la Convención
que como un verdadero y eficaz instrumento de participación.
De manera que la gran diferencia entre el procedimiento de
elaboración del Proyecto llevado a cabo en la Convención
respecto de lo que habría sido una Conferencia Intergubernamental
más al uso radicó en las personalidades participantes
y su mayor representatividad. El modelo, por lo demás,
no era estrictamente nuevo en la Unión Europea. Ya
había sio empleado por la Convención que redactó
la Carta de Derechos de la UE que se elaboró en paralelo
a la Reforma de Niza y que, presidida por el jurista y ex-Presidente
de la R.F.A. Roman Herzog, y compuesta de forma semejante,
reunió a especialistas y acabó dando a luz un
texto de síntesis que, si bien sin valor jurídico,
fue asumido por los Estados miembros y las Instituciones Europeas
en Niza.
La Convención para la elaboración del Tratado
Constitucional no ha funcionado, sin embargo, tan correctamente
como lo hizo la precedente. Probablemente ha influido en ello
la mayor complejidad y ambición de la tarea, su mayor
importancia política (que provocó una merma
en la especialización de sus miembros, en esta ocasión
más políticos, como es lógico) y las
mismas pautas organizativas, con el excesivo peso dado al
Presidium de la misma y en particular a su Presidente,
el ex-Presidente de la República francesa Valéry
Giscard d'Estaing. El caso es que el texto final adoptado
por la Convención, al margen de contener errores técnicos
notables en algunos caso, se centró esencialmente en
la consecución de la mencionada labor de síntesis
y compendio, no siempre de manera afortunada. El texto final
no es todo lo breve que podría ser (subsisten reiteraciones)
ni todo lo claro que podría haber sido. Por lo demás,
tampoco parece que la Convención haya logrado un gran
impulso unificador, si bien es cierto que su reforma institucional
(por lo demás, cuestionadísima, objeto de una
gran polémica política y finalmente muy atenuada
por la decisión final de los Estados) era un intento
de avanzar en esa línea.
Respecto a las pretensiones legitimadoras, es cierto que
el gran fracado de todo el proceso radica quizá ahí.
Ni la Convención logró implicar a la ciudadanía,
ni tampoco se esforzó excesivamente en incentivar su
participación, ni logró generar excesiva fuerza
crítica. Por lo demás, el proceso final de adopción
del Tratado, con las correcciones en los puntos críticos
adoptadas por los Gobiernos en el Consejo Europeo de Dublín,
tampoco fue en este sentido excesivamente brillante. Buena
prueba de ello es, por ejemplo, la adopción de numerosos
cambios en la redacción final que se fueron introduciendo
hasta el último momento previo a la firma en Roma del
Tratado, bajo la excusa de que se trataba de meros "ajustes
técnicos" o una "armonización de las
traducciones". Quien compare el Texto aprobado en la
Convención y sus modificaciones introducidas en Dublín
con la Constitución que finalmente se aprobó
puede dar cuenta de estos excesos y de su falta de transparencia.
Principales críticas al producto final: valor y coste
de oportunidad de la Constitución Europea
El debate suscitado en torno al juicio positivo o negativo
que merece la Constitución Europea depende, en el fondo,
de la consideración que se tenga en punto a la conveniencia
de, en el momento actual de desarrollo de la Unión
Europea, proseguir con el modelo de pequeños pasos.
Que, si bien exitoso hasta la fecha, parece a muchos insuficiente
en el estado actual, una vez alcanzada la unidad económica.
Las críticas al Tratado provienen fundamentalmente,
al menos en España, de las posiciones euro-exigentes,
pues el posicionamiento de las principales formaciones poíticas
y movimientos sociales contrarios al texto lo son por creer
que "otra Europa es posible" y no, a diferencia
de lo que ocurre en países como el Reino Unido o los
países escandinavos, porque se defiendan posiciones
euroescépticas. Incluso los partidos nacionalistas
tibios en su apoyo al texto (PNV-EAJ y CiU) o directamente
contrarios (EA, ERC) lo son como consecuencia más de
la insatisfacción de sus siempre peculiares reivindicaciones
diferenciales que por un desacuerdo de fondo con la idea de
Europa.
Los partidos mayoritarios, en general instaurados en una
posición formalmente coincidente con los postulados
derivados de la ética de la responsabilidad, han apoyado
el texto (PSOE, PP), más allá de escaramuzas
partidistas menores y más o menos lamentables (y poco
inteligentes). La valoración que estas posturas traslucen,
más allá de la retórica un tanto demagógica
de campaña (en la que la Constitución Europea
se identifica con la misma noción de Europa y los años
de paz logrados en el pasado), se basa en el fondo en la existencia
de un juicio ante todo posibilista: la UE ha demostrado a
lo largo de su existencia la vigencia de un modelo que, indudablemente,
ha logrado modificar la faz política del continente.
Desde posiciones más euroexigentes, por el contrario,
se ha entendido que el momento político permitía
(por madurez de la idea europea, por bonanza económica,
por el tirón de la ampliación, por ser, quizás,
la última oportunidad de dar con facilidad un importante
empujón a la superación de estructuras intergubernamentales)
intentar avanzar, tanto en la integración política
europea como en la profundización en el establecimiento
de órganos mnás democráticos y dependientes
directamente de la ciudadanía. Igualmente, y afianzada
la unión económica, otra de las reivindicaciones
de ciertos sectores políticos han ido en la línea
de exigir una mejora de las garantías sociales.
En el fondo, el debate político ha girado entre estos
dos polos, asumido que un Tratado con aspiraciones de constituirse
en norma rectora básica no puede nunca dar entera satisfacción
a nadie ni orientarse de manera en exceso sesgada en un sentido
u otro. No obstante, algunas cuestiones puntuales han aparecido
episódicamente en el debate, por lo general dejando
patente que el nivel de información sobre la Unión
Europea del ciudadano medio (e incluso de la clase política)
es bastante insuficiente (así, debates como el surgido
en torno a la OTAN o a la pena de muerte sólo pueden
entenderse en tal situación).
La Constitución Europea cuenta con una primera parte
que es el producto esencial del trabajo de la Convención,
donde en unas docenas de preceptos se tratan de fijar los
objetivos políticos esenciales de la Unión y
se organiza la estructura de funcionamiento básica.
En esta parte se han concentrado las discusiones políticas,
como la que se ha desarrollado en torno al reparto de votos
en las decisiones del Consejo, y allí se encuentran
algunas de las (escasas) novedades del Tratado. La nueva denominación
de las fuentes de Derecho europeo (leyes y leyes marco sustituyen
a las tradicionales denominaciones de reglamentos y directivas,
respectivamente) y la inclusión de algunos instrumentos
nuevos (reglamentos delegados, como inclusión más
significativa) no han logrado mejorar la comprensión
de la ciudadanía del proceso de adopción de
decisiones en el seno de la UE, ni parece un gran acierto
introducir nuevas complicaciones en un ya de por sí
enrevesado sistema. No obstante la trascendencia de estas
cuestiones, junto con el desarrollo del control de los Parlamentos
nacionales del cumplimiento del principio de subsidiaridad
y el nuevo reparto de poder, las más importantes de
la reforma, el nivel de debate sobre las mismas ha sido inexistente.
Otra de las novedades del texto ha sido el paradójico,
por lo general, afianzamiento de las estructuras intergubernamentales
en detrimento de las comunitarias (la Comisión Europea
es la gran perdedora del proceso de reforma), con el leve
contrapeso del aumento del peso político del Parlamento
europeo (coincidente con su más descarnada época
de decadencia social desde que a finales de los setenta se
optó por confiar su elección a los ciudadanos
por medio del sufragio directo). A la tradicional estructura
de un poder judicial especializado en la aplicación
del Derecho comunitario (Tribunal de Justicia), un poder Ejecutivo
compartido por un órgano de gestión burocrática
de tipo comunitario (Comisión) y un órgano decisorio
de naturaleza intergubernamental (Consejo de Ministros de
la Unión) y un poder legislativo compartido por este
mismo Consejo y un órgano comunitario de indudable
peso democrático (Parlamento Europeo) la Constitución
Europea ha añadido, ya con carta jurídica de
naturaleza definitiva, al Consejo Europeo (dotándolo
incluso de una Presidencia en la que se visualizará
el poder político de la Unión), realidad preexistente
y cada vez más decisoria de facto pero a la que se
da un espaldarazo definitivo. El Consejo, incluso, introduce
en la Comisión al Vicepresidente y Ministro de Asuntos
Exteriores, al que nombra directamente y que es responsable
ante él, quebrando la colegialidad de la responsabilidad
de la Comisión.
Junto a esta primera parte, la Constitución contiene
una segunda parte que integra in toto la Carta de Derechos
desarrollada por la primera Convención. Pocas novedades
pues a este respecto, aunque es indudable el plus de legitimidad
que otorga su plena validez jurídica. Con todo, y pese
a no disponer de ella, hay que notar que el Tribunal de Justicia
llevaba más de tres décadas declarando que las
Instituciones Europeas estaban vinculadas a los derechos fundamentales
declarados en las Constituciones nacionales y el Convenio
Europeo, con lo que el mérito de la carta es más
de visibilidad y de síntesis que un verdadero incremento
de garantías. Además, el ámbito de vigencia
de los mismos está expresamente reducido a la aplicación
del Derecho comunitario, por lo que no obligan a los Estados
miembros respecto del Derecho exclusivamente interno.
La tercera parte es, por otro lado, la refundición
de los Tratados ya existentes. Ha sido en realidad obra de
técnicos, y su valor político es, en lo que
se refiere a la existencia de novedades, nulo. Semejantes
apreciaciones pueden hacerse también sobre la cuarta
parte, que contiene declaraciones adicionales y finales. Las
críticas, que las ha habido, a estas partes han sido
en ocasiones verdaderas muestras de desinformación,
por cuanto es una estricta falsedad basarse en ellas para
criticar que la Constitución introdujera tal o cual
cosa. Porque, sencillamente, en este punto el Tratado no pretendía
novedad de fondo alguna, sino una mejor sistematización
y la eliminación en algunas cuestiones de las exigencias
de adopción de decisiones por unanimidad (sustituyéndola
por la mayoría cualificada).
Este breve y sintético recorrido por el Texto del
Tratado constitucional permite comprender, creeemos, que el
debate de fondo es pues el siguiente: ¿es suficiente
un pequeño avance y la labor de clarificación
y consecución de mayor visibilidad política
para, desde posiciones europeístas e incluso euroexigentes,
darse por satisfecho con este texto? O, por el contrario,
¿el coste de oportunidad de haber dejado pasar esta
oportunidad para profundizar en un fortalecimiento de los
vínculos europeos y las instituciones de corte más
comunitario es tal que obliga a juzgar negativamente el Tratado
en su conjunto?
La aprobación de la Constitución europea en España:
de la necesidad de un referéndum al debate político
interno
En España, y a pesar de que "los referéndums
los carga el diablo" (según comentó el
Presidente del Parlamento Europeo), el Gobierno de Rodríguez
Zapatero optó por consultar a la ciudadanía
sobre su parecer respecto del Texto del Tratado. Lo que añadía,
probablemente, un elemento de crítica y discusión
adicional a los ya señalados, como puede ser el de
la efectiva necesidad o no de convocar un referéndum
sobre un texto que, como se ha comentado, no introduce novedades
sustanciales. Excepción hecha de esa pretensión
legitimadora, a la que probablemente es a lo único
que obedece la convocatoria.
Con el aval del Tribunal Constitucional, que en una controvertida
decisión estimó la reforma constitucional innecesaria
para poder adoptar el Tratado, el referéndum se ha
convertido en una operación que sólo ha servido
para cubrir las lagunas de visibilidad e implicación
de la ciudadanía en un proceso que, como ya se ha expuesto,
fracasó en este sentido. El juicio sobre que tal cosa
se haya conseguido es probablemente aventurado a estas alturas,
pero más allá de luchas de partido y pequeñas
miserias partidistas, un 80% de los votantes han sancionado
la Constitución Europea, cifra de apoyo ciertamente
notable que, por lo demás, se magnifica si tenemos
en cuenta que el 20% de votos críticos lo son en su
mayor parte de "euro-exigentes".
No obstante, no parece que pueda considerarse un verdadero
éxito tal resultado si la participación en el
referéndum, como ya ocurrió en las últimas
Elecciones Europeas, no llega al 50% del censo. La labor de
concienciación y la búsqueda de un aval ciudadano
participatico requiere de un esfuerzo de explicación
más constante y profundo. Porque la importancia de
la cuestión, sin duda, lo requiere.
Más información
- Documentos para el debate
- Texto del Tratado por el que se instituye una Constitución
para Europa [PDF]
- Proyecto de Constitución Europea elaborado por la
Convención Europea [PDF] y corrección de errores [PDF]
- Aportaciones al debate
- El ponderado voto de Niza, por Joan Colom i
Naval (publicado en el diario "El País" del 08/11/03)
[PDF]
- ¿Son tan importantes los votos en el Consejo Europeo?
, por Antonio Estella (publicado en el diario "El
País" del 05/04/04) [PDF]
- Los votos importan,
y mucho , por José Ignacio Torreblanca (publicado
en el diario "El País" del 17/06/04) [PDF]http://www.realinstitutoelcano.org/analisis/
522.asp
- La tarea de un siglo, por Javier Pérez Royo
(publicado en el diario "El Periódico" del 13/06/04)
(PDF)
- ¿Qué Europa?, por Olegario González de Cardenal
(peculiar defensa del cristianismo como base de la Unión,
publicado en el diario "ABC" del 13/06/04) (PDF)
- Comentarios y valoraciones críticas
Más
información:
Andres.Boix@uv.es
Guillermo.Lopez@uv.es