Estoy convencido que ninguna constitución fue antes tan bien calculada como la nuestra para un extensivo imperio y autogobierno.
Thomas Jefferson
Nuestra Constitución es tan simple y práctica que es siempre posible que cumpla con requerimientos extraordinarios por medio de cambios de énfasis y acuerdos, sin perder su forma esencial.
Franklin D. RooseveltA fin de articular la naturaleza de la soberanía imperial, debemos primero volver un paso atrás en el tiempo y considerar las formas políticas que prepararon su terreno y constituyeron su prehistoria. La Revolución Americana representa un momento de gran innovación y ruptura en la genealogía de la soberanía moderna. El proyecto constitucional de Estados Unidos, emergiendo de las luchas de la independencia y formado a través de una rica historia de posibilidades alternativas, floreció como una rara flor en la tradición de la soberanía moderna. Trazar los desarrollos originales de la noción de soberanía en los Estados Unidos nos permitirá reconocer sus diferencias significativas con la soberanía moderna que hemos descrito, y discernir las bases sobre las que se ha venido formando una nueva soberanía imperial.
La Revolución Americana y la ``nueva ciencia política'' proclamada por los autores de El Federalista rompieron con la tradición de la soberanía moderna, ``volviendo a los orígenes'' y desarrollando al mismo tiempo nuevos lenguajes y formas sociales que mediaron entre la unidad y la multiplicidad. Contra el cansado trascendentalismo de la soberanía moderna, presentado en la forma de Hobbes o de Rousseau, los constituyentes americanos imaginaron que sólo la república podía dar orden a la democracia, o que, realmente, el orden de la multitud debía nacer no de una transferencia del título del poder, sino de un arreglo interno de la multitud, de una interacción democrática de los poderes enlazados entre sí en redes. La nueva soberanía podía nacer, en otras palabras, sólo de la formación constitucional de límites y equilibrios, verificaciones y balances, que constituyen un poder central y mantienen el poder en las manos de la multitud. Aquí ya no queda lugar para ninguna necesidad de la trascendencia del poder. ``La ciencia de la política'', escribieron los autores de El Federalista,
como cualquier otra ciencia ha recibido grandes mejoras. La eficacia de diversos principios se entiende bien ahora, lo que antes no se conocía bien o era imperfectamente conocido por los ancianos. La distribución regular del poder entre distintos departamentos; la presentación de balances y verificaciones legislativos; la institución de cortes compuestas por jueces, conservando sus lugares por su buen desempeño; la representación del pueblo en la legislatura, por diputados elegidos por él; estos son descubrimientos enteramente nuevos o que han efectuado su progreso principal hacia la perfección en los tiempos modernos. Son medios, y medios poderosos, por los cuales las excelencias del gobierno republicano pueden ser retenidas y sus imperfecciones evitadas.2.138
Lo que aquí toma forma es una idea inmanentista extraordinariamente secular, pese a la profunda religiosidad que corre por todos los textos de los Padres Fundadores. Es una idea que redescubre el humanismo revolucionario del Renacimiento y lo perfecciona como una ciencia política y constitucional. El poder puede estar constituido por una serie de poderes que se regulan a sí mismos y se disponen en redes. La soberanía puede ejercerse dentro de un vasto horizonte de actividades que la subdividen sin negar su unidad, y que la subordinan continuamente al movimiento creativo de la multitud.
Historiadores contemporáneos, como J. G. A. Pocock, que enlazan el desarrollo de la Constitución de Estados Unidos y su noción de soberanía política con la tradición Maquiavélica, recorren un largo camino para comprender esta desviación del concepto de soberanía moderna.2.139 Enlazan la Constitución de Estados Unidos no al Maquiavelismo barroco y contrarreformista, que construye una apología de la razón de Estado y todas las injusticias que derivan de ella, sino a la tradición del Maquiavelismo republicano que, tras haber inspirado a los protagonistas de la Revolución Inglesa, fue reconstruida en el éxodo Atlántico por los demócratas europeos derrotados pero no conquistados.2.140 Esta tradición republicana tenía una sólida base en los propios textos de Maquiavelo. Primeramente, allí está el concepto Maquiavélico del poder como poder constituyente-es decir, como producto de una dinámica social interna e inmanente. Para Maquiavelo el poder es siempre republicano; es siempre el producto de la vida de la multitud y constituye su estructura de expresión. La ciudad libre del humanismo Renacentista es la utopía que aferra este principio revolucionario. El segundo principio Maquiavélico que opera aquí es que la base social de la soberanía democrática es siempre conflictiva. El poder se organiza mediante la emergencia y el interjuego de contrapoderes. Por ello la ciudad es un poder constituyente que se forma a través de conflictos sociales plurales articulados en procesos constitucionales continuos. Así es como Maquiavelo entiende la organización de la antigua Roma republicana, y así es como la noción Renacentista de la ciudad sirve de cimiento para una teoría y práctica política realistas: el conflicto social es la base de la estabilidad del poder y la lógica de la expansión de la ciudad. El pensamiento de Maquiavelo inauguró una revolución Copernicana que reconfiguró la política como movimiento perpetuo. Estas son las principales enseñanzas que la doctrina Atlántica de la democracia derivó del Maquiavelo republicano.2.141
Esta Roma republicana no fue la única que fascinó a Maquiavelo y guió a los republicanos Atlánticos. Su nueva ``ciencia de la política'' fue también inspirada por la Roma imperial, particularmente como fue presentada en los escritos de Polibio. En primer lugar, el modelo de Roma imperial de Polibio cimentó más sólidamente el proceso republicano de mediación de los poderes sociales, llevándolo hasta el final en una síntesis de diversas formas de gobierno. Polibio concibió a la forma perfecta de poder como estructurada por una constitución mixta que combine poder monárquico, poder aristocrático y poder democrático.2.142 Los nuevos científicos políticos en los Estados Unidos organizaron estos tres poderes como las tres ramas de la constitución republicana. Cualquier desequilibrio entre estos poderes, y este es el segundo signo de la influencia de Polibio, es síntoma de corrupción. La Constitución Maquiavélica de los Estados Unidos es una estructura equilibrada contra la corrupción --corrupción tanto de individuos como de facciones, de grupos y del Estado. La Constitución fue diseñada para resistir cualquier declinación cíclica hacia la corrupción mediante la activación de toda la multitud, organizando su capacidad constituyente en redes de contrapoderes organizados, en flujos de funciones diversas y ecualizadas, y en un proceso de auto-regulación dinámica y expansiva.
Estos modelos antiguos, sin embargo, llegaron tan lejos en la caracterización de la experiencia de Estados Unidos porque, en muchos aspectos era realmente novedosa y original. En distintas épocas, Alexis de Tocqueville y Hannah Arendt comprendieron la novedad de esta nueva ideología y forma de poder. Tocqueville fue el más cauto de ambos. Aunque reconoció la vitalidad del nuevo mundo político de los Estados Unidos y vió cómo la síntesis de diversas formas de gobierno había sido fundida en una democracia de masas regulada, también reclamó haber visto en América cómo la revolución democrática alcanzaba sus límites naturales. Por ello, sus opiniones sobre si la democracia Americana podía evitar los viejos ciclos de corrupción se combinaban con el pesimismo, cuando no eran directamente pesimistas.2.143 En contraste, Hannah Arendt celebró sin reservas a la democracia Americana como el propio lugar de invención de la política moderna. La idea central de la Revolución Americana, sostuvo, es el establecimiento de la libertad, o, en verdad, la fundación de un cuerpo político que garantice el espacio donde pueda operar la libertad.2.144 Arendt acentuó el establecimiento de esta democracia en la sociedad, es decir, la fijeza de sus cimientos y la estabilidad de su funcionamiento. La revolución tiene éxito, según ella, en la medida que le pone fina a la dinámica de los poderes constituyentes y establece un poder constituido estable.
Luego criticaremos esta noción de poder en red contenida en la Constitución de los Estados Unidos, pero aquí deseamos simplemente subrayar su originalidad. En contra de las concepciones europeas modernas de la soberanía, que consignaban el poder político a un reino trascendente, enajenando y alienando con esto las fuentes del poder de la sociedad, aquí el concepto de soberanía se refiere a un poder que está por completo dentro de la sociedad. Por ello, la política no se opone sino que se integra y completa a la sociedad.
Antes de ocuparnos de analizar cómo en el curso de la historia de Estados Unidos de desarrolló y transformó este nuevo principio de soberanía, concentremos nuestra atención por un momento en la misma naturaleza del concepto. La primera característica de la noción de soberanía de Estados Unidos es que incorpora la idea de la inmanencia del poder en oposición al carácter trascendente de la soberanía europea moderna. Esta idea de inmanencia se basa en una idea de productividad. Si no fuera así, el principio sería impotente: no hay nada en la inmanencia que le permita a la sociedad volverse política. La productiva es la multitud que constituye la sociedad. La soberanía de los Estados Unidos, por lo tanto, no consiste en la regulación de la multitud, sino que surge como resultado de los sinergismos productivos de la multitud. La revolución humanista del Renacimiento como asimismo las subsiguientes experiencias sectarias Protestantes desarrollaron esta idea de la productividad. En consonancia con la ética Protestante, uno podría decir que el poder productivo de la multitud demuestra la existencia de Dios y la presencia de la divinidad en la tierra.2.145 El poder no es algo que se impone sobre nosotros sino algo que creamos. La Declaración de la Independencia Americana celebra esta nueva idea del poder en los más claros términos. La emancipación de la humanidad de todo poder trascendente se basa sobre el poder de la multitud para construir sus propias instituciones políticas y constituir la sociedad.
Sin embargo, este principio de producción constituyente reconoce o se explica por un procedimiento de auto-reflejo, en una especie de ballet dialéctico. Esta es la segunda característica de la noción de la soberanía de Estados Unidos. En el proceso de constitución de la soberanía en el plano de la inmanencia, también emerge una experiencia de finitud resultante de la misma naturaleza conflictiva y plural de la multitud. El nuevo principio de soberanía parece producir su propio límite interno. Para evitar que estos obstáculos interrumpan el orden y vacíen por completo el proyecto, el poder soberano debe confiar en el ejercicio del control. En otras palabras, tras el primer momento de afirmación llega una negación dialéctica del poder constituyente de la multitud que preserva la teleología del proyecto de soberanía. ¿Enfrentamos entonces un punto de crisis en la elaboración del nuevo concepto? ¿Entonces la trascendencia, primero rechazada en la definición de la fuente del poder, retorna por la puerta posterior al ejercicio del poder, cuando se coloca a la multitud como finita, demandando por ello instrumentos especiales de corrección y control?
Ese desenlace es una amenaza constante, pero tras reconocer estos límites internos, el nuevo concepto de soberanía de los Estados Unidos se abrió con una fuerza extraordinaria hacia el exterior, como si quisiera expulsar la idea de control y el momento de reflexión de su propia Constitución. La tercer característica de esta noción de soberanía es su tendencia hacia un proyecto abierto, expansivo operando en un terreno sin límites. Aunque el texto de la Constitución de los Estados Unidos es extremadamente atento al momento auto-reflejante, la vida y ejercicio de la Constitución están, a lo largo de su historia jurisprudencial y política, decididamente abiertos a movimientos expansivos, a la declaración renovada de los cimientos democráticos del poder. El principio de expansión lucha continuamente contra las fuerzas del control y la limitación.2.146
¡Es asombroso cuánto recuerda este experimento Americano a la antigua experiencia constitucional, y, específicamente, a la teoría imperial inspirada por la Roma imperial! En aquella tradición el conflicto entre límite y expansión era resuelto siempre a favor de la expansión. Maquiavelo definió como expansivas a aquellas repúblicas cuyas bases democráticas conducían tanto a la producción continua de conflictos como a la apropiación de nuevos territorios. Polibio concibió a la expansividad como la recompensa de la perfecta simbiosis de las tres formas de gobierno, porque la forma eminente de dicho poder estimula a la multitud a sobrepasar cada límite y cada control. Sin expansión, la república se arriesga constantemente a ser absorbida por un ciclo de corrupción.2.147
Esta tendencia democrática expansiva implícita en la noción de red de poder debe ser diferenciada de otras formas de expansión, puramente expansionistas e imperialistas. La diferencia fundamental es que la expansividad del concepto inmanente de soberanía es inclusiva, no exclusiva. En otras palabras, cuando se expande esta nueva soberanía no anexa o destruye a los otros poderes que enfrenta, sino que, por el contrario, se abre a ellos, incluyéndolos en su red. Esta apertura es la base del consenso, y por ello, mediante la red constitutiva de poderes y contrapoderes, todo el cuerpo soberano es reformado continuamente. Precisamente por esta tendencia expansiva, el nuevo concepto de soberanía es profundamente reformista.2.148
Podemos ahora diferenciar claramente la tendencia expansiva de la república democrática del expansionismo de las soberanías trascendentes-o del expansionismo del Estado-nación, que es lo que nos ocupa. La idea de la soberanía como un poder expansivo en redes se ubica en la bisagra que enlaza el principio de una república democrática con la idea del Imperio. El Imperio sólo puede concebirse como una república universal, una red de poderes y contrapoderes estructurados en una arquitectura inclusiva y sin límites. Esta expansión imperial no tiene nada en común con el imperialismo, ni con aquellos organismos estatales diseñados para la conquista, el pillaje, el genocidio, la colonización y la esclavitud. Contra esos imperialismos, el Imperio extiende y consolida el modelo de redes de poder. Ciertamente, cuando consideramos históricamente estos procesos imperiales (y pronto nos abocaremos a ellos en la historia de Estados Unidos), vemos claramente que los momentos expansivos del Imperio han estado bañados en lágrimas y sangre, pero esta historia innoble no niega las diferencias entre los dos conceptos.
Tal vez, la característica fundamental de la soberanía imperial es que su espacio está siempre abierto. Como vimos en secciones previas, la soberanía moderna, que se desarrolló en Europa desde el siglo dieciséis en adelante, concibió al espacio como cercado, y sus fronteras siempre guardadas por la administración soberana. La soberanía moderna reside precisamente en el límite. En contraste, en la concepción imperial el poder halla siempre la lógica de su orden renovada y re-creada en la expansión. Esta definición del poder imperial suscita numerosas paradojas: la indiferencia de los sujetos asociada con la singularización de las redes productivas; el espacio abierto y expansivo del Imperio junto con sus continuas reterritorializaciones; etc. Sin embargo, la idea de un Imperio que es también una república democrática se forma, precisamente, uniendo y combinando los términos extremos de estas paradojas. La tensión de estas paradojas conceptuales correrá a través de la articulación y el establecimiento de la soberanía imperial en la práctica.
Finalmente, debemos señalar que una idea de paz se halla en la base del desarrollo y expansión del Imperio. Esta es una idea inmanente de paz dramáticamente opuesta a la idea trascendente de paz, es decir, aquella paz que sólo la soberanía trascendente puede imponer sobre una sociedad cuya naturaleza se define por la guerra. Aquí, por el contrario, la naturaleza es la paz. Tal vez ha sido Virgilio quien nos dio la más elevada expresión de esta paz romana: ``La era final que predijo el oráculo ha llegado; / El gran orden de los siglos ha nacido otra vez''.2.149
La realización de la noción de soberanía imperial ha sido un largo proceso que se ha desarrollado durante diferentes fases de la historia contitucional de Estados Unidos. Por supuesto, en tanto documento escrito, la Constitución de Estados Unidos ha permanecido más o menos inmodificada (excepto por unas pocas enmiendas muy importantes), pero una Constitución debe entenderse también como régimen material de interpretación y práctica jurídica ejercida no sólo por jueces y juristas sino por los sujetos de toda la sociedad. Y esta constitución social, material, ha cambiado radicalmente desde la fundación de la república. De hecho, la historia constitucional de Estados Unidos debe ser dividida en cuatro fases o regímenes distintos.2.150 Una primera fase se extiende desde la Declaración de la Independencia hasta la Guerra Civil y la Reconstrucción; una segunda, muy contradictoria, corresponde a la era Progresista, abarcando el inicio del siglo, desde la doctrina imperialista de Teodoro Roosevelt hasta el reformismo internacionalista de Woodrow Wilson; una tercera fase transcurre desde el New Deal y la Segunda Guerra Mundial hasta el pico de la guerra fría; y, finalmente, una cuarta fase se inaugura con los movimientos sociales de 1960 y continúa durante la disolución de la Unión Soviética y su bloque del este Europeo. Cada una de estas fases de la historia constitucional de Estados Unidos marca un paso adelante hacia la realización de la soberanía imperial.
En la primera fase de la Constitución, entre las presidencias de Tomás Jefferson y Andrés Jackson, el espacio abierto de la frontera devino en terreno conceptual de la democracia republicana: esta apertura le proporcionó a la Constitución su primer definición fuerte. La declaración de libertad cobraba sentido en un espacio en el que la constitución del Estado era vista como proceso abierto, una auto-realización colectiva.2.151 Y es de suma importancia el hecho que el terreno Americano estaba libre de las formas de centralización y jerarquía típicas de Europa. Tocqueville y Marx, desde perspectivas opuestas, acuerdan sobre este punto: la sociedad civil Americana no se desarrolló con los pesados grilletes del poder feudal y aristocrático, sino que partió desde una base separada y muy diferente.2.152 Un viejo sueño se veía nuevamente posible. Un terreno ilimitado está abierto a los deseos (cupiditas) de la humanidad, y con ello esta humanidad puede evitar la crisis de la relación entre la virtud (virtus) y la fortuna (fortuna) que ha emboscado y descarrilado la revolución democrática y humanista en Europa. Desde la perspectiva de los nuevos Estados Unidos, los obstáculos al desarrollo humano están constituidos por la naturaleza, no por la historia-y la naturaleza no presenta antagonismos insuperables o relaciones sociales fijas. Es un terreno a transformar y a atravesar.
Ya en esta primera fase, entonces, se afirma un nuevo principio de soberanía, diferente del europeo: la libertad es hecha soberana y la soberanía definida como radicalmente democrática dentro de un proceso de expansión continuo y abierto. La frontera es una frontera de libertad. ¡Qué hueca hubiera sido la retórica de los Federalistas y cuan inapropiada su ``nueva ciencia política'', de no haber presupuesto este vasto y móvil umbral de la frontera! La misma idea de escasez que-como la idea de guerra-estuvo en el centro del concepto europeo de soberanía moderna es eliminada a priori de los procesos constitutivos de la experiencia Americana. Tanto Jefferson como Jackson comprendieron la materialidad de la frontera y la reconocieron como la base que sostenía la expansividad de la democracia.2.153 La libertad y la frontera se alzan en una relación de implicancia recíproca: cada dificultad, cada límite a la libertad es un obstáculo a superar, un umbral a atravesar. Desde el Atlántico al Pacífico se extiende un terreno de riquezas y libertad, continuamente abierto a nuevas líneas de fuga. En este marco se da un desplazamiento o resolución, al menos parcial, de aquella dialéctica ambigua que vimos desarrollarse dentro de la Constitución Americana, la que subordinaba los principios inmanentes de la Declaración de Independencia a un orden trascendente de auto-reflexión constitucional. A través de los grandes espacios abiertos la tendencia constituyente le ganó al decreto constitucional, la tendencia de la inmanencia del principio al reflejo regulador, y la iniciativa de la multitud a la centralización del poder.
Sin embargo, la utopía de los espacios abiertos que jugó un papel tan importante en la primera fase de la historia constitucional Americana, también ocultó ingenuamente una forma brutal de subordinación. El terreno Norteamericano pudo imaginarse como vacío sólo ignorando deliberadamente la existencia de los Nativos Americanos-o, en realidad, viéndolos como un orden distinto de ser humano, como subhumanos, parte del ambiente natural. Del mismo modo que la tierra debía ser limpiada de árboles y rocas para cultivarla, también el terreno debía ser limpiado de habitantes nativos. Así como los colonos debían prevenirse contra los inviernos severos, también debían armarse contra las poblaciones indígenas. Los Nativos Americanos fueron considerados apenas como un elemento molesto de la naturaleza, y se inició una guerra continua para expulsarlos y/o eliminarlos. Aquí enfrentamos una contradicción que no puede ser absorbida por la máquina constitucional: los Nativos Americanos no podían integrarse al movimiento expansivo de la frontera como parte de la tendencia constitucional; en realidad debían ser excluidos del terreno para abrir sus espacios y posibilitar la expansión. Si hubieran sido reconocidos no habría habido una frontera real en el continente y ningún espacio abierto para ocupar. Existieron fuera de la Constitución, como su fundación negativa: en otras palabras, su exclusión y eliminación fueron condición esencial para el funcionamiento de la propia Constitución. Esta contradicción puede incluso no ser considerada como una crisis, dado que los Nativos Americanos son excluidos tan dramáticamente y situados por fuera de los trabajos de la máquina constitucional.
En esta primera fase que transcurrió desde la fundación de la república democrática hasta la Guerra Civil, la dinámica constitucional entró en crisis como resultado de una contradicción interna. Mientras los Nativos Americanos fueron arrojados fuera de la Constitución, los Afroamericanos fueron introducidos en ella desde el principio. La concepción de frontera y la idea y práctica de un espacio abierto de democracia fueron, de hecho, entretejidos con un concepto igualmente dinámico y abierto de pueblo, multitud y gens. El pueblo republicano es un nuevo pueblo, un pueblo en éxodo poblando los nuevos territorios vacíos (o vaciados). Desde el principio el espacio Americano no fue sólo un espacio extenso e ilimitado, sino también un espacio intensivo: un espacio de entrecruzamientos, un ``crisol'' de hibridización continua. La primera crisis verdadera de la libertad Americana se determinó en este espacio interno, intensivo. La esclavitud negra, práctica heredada de las potencias coloniales, fue una barrera infranqueable para la formación de un pueblo libre. La gran constitución anticolonial Americana debía integrar esta institución colonial paradigmática en su propio corazón. Los Nativos Americanos podían ser excluidos porque la nueva república no dependía de su trabajo, pero el trabajo negro era un soporte esencial de los nuevos Estados Unidos: los Afroamericanos debían ser incluidos en la Constitución pero no podían incluirse igualitariamente. (Por supuesto, las mujeres ocupaban una posición muy similar) Los constitucionalistas Sudistas no tenían problemas para demostrar que la Constitución, en su momento dialéctico, auto-reflexivo y ``federalista'', permitía e incluso demandaba esta interpretación perversa de la división social del trabajo, que corría a contramano de la afirmación de igualdad expresada en la Declaración de Independencia.
La delicada naturaleza de esta contradicción queda indicada por el bizarro compromiso del borrador de la Constitución, al que se arribó tras una tortuosa negociación, en el cual la población esclava se contabilizaba para la determinación del número de representantes de cada Estado en la Cámara de Representantes, pero a una equivalencia de un esclavo por cada tres quintos de persona libre. (Los Estados del Sud pelearon para elevar lo más posible esta relación, a fin de afianzar su poder en el Congreso, y los Estados del Norte pelearon para disminuirla) Es decir que los constitucionalistas se vieron forzados a cuantificar el valor constitucional de diferentes razas. Así, los arquitectos constitucionales declararon que el número de representantes ``se determinaría agregando al Número total de Personas libres, incluyendo a aquellas asignadas a Servicio por un Número de Años, y excluyendo a los Indios no impuestos, tres quintos de todas las otras personas''.2.154 Uno para los blancos y cero para los Nativos Americanos no traía problemas, pero tres quintos era una cifra delicada para una Constitución. Los esclavos Afroamericanos no podían ser totalmente incluidos ni excluidos. La esclavitud negra era, paradójicamente, tanto una excepción como una base de la Constitución.
Esta contradicción introdujo una crisis en la recientemente desarrollada noción norteamericana de soberanía, porque bloqueaba la libre circulación, las mezclas y la igualdad que animaban su fundación.2.155 La soberanía Imperial debe superar siempre las barreras y los límites, tanto dentro de sus dominios como en las fronteras. Es esta continua superación la que vuelve abierto el espacio imperial. Las enormes barreras internas entre blancos y negros, libres y esclavos, bloquearon la máquina imperial de integración y disminuyeron la pretensión ideológica de espacios abiertos.
Abraham Lincoln estaba en lo cierto cuando, conduciendo la Guerra Civil, se vio a sí mismo como refundando la nación. El pasaje hacia la Decimocuarta Enmienda inauguró más de un siglo de batallas jurídicas sobre los derechos civiles y la igualdad de los Afroamericanos. Más aún, el debate sobre la esclavitud estuvo inextricablemente unido a los debates sobre los nuevos territorios. Lo que estaba en juego era una redefinición del espacio de la nación. Allí estaba la pregunta acerca de si el libre éxodo de la multitud, unificada en una comunidad plural, podría continuar su desarrollo, perfeccionarse y realizar una nueva configuración del espacio público. La nueva democracia debía destruir la idea trascendental de nación, con todas sus divisiones raciales, y crear su propio pueblo, definido no por antiguas herencias sino por una nueva ética de la construcción y expansión de la comunidad. La nueva nación no podría ser el producto del manejo político y cultural de identidades híbridas.
Los grandes espacios abiertos Americanos eventualmente desaparecieron. Aún empujando a los Nativos Americanos más y más lejos, hacia confines cada vez más pequeños, no fue suficiente. La libertad Americana, su nuevo modelo de poder en red, y su concepción alternativa de la soberanía moderna, todo ello corría hacia el reconocimiento de la limitación del terreno abierto. Desde este momento el desarrollo de la Constitución de los Estados Unidos se situó constantemente en un límite contradictorio. Cada vez que la expansividad del proyecto constitucional corría hacia los límites, la república se veía tentada a involucrarse en un imperialismo al estilo europeo. Sin embargo, siempre había otra opción: retornar al proyecto de soberanía imperial y articularlo en un modo consistente con la misión ``Romana'' originaria de los Estados Unidos. Este nuevo drama del proyecto político de Estados Unidos se desarrolló en la era Progresista, desde 1890 hasta la Primera Guerra Mundial.
Este es el mismo período en el que la lucha de clases se desplazó a un lugar central en los Estados Unidos. La lucha de clases introdujo el problema de la escasez, no en términos absolutos sino en términos propios de la historia del capitalismo: es decir, como la injusticia de la división de los bienes del desarrollo a lo largo de las líneas de la división social del trabajo. La división de clases emergió como un límite que amenazó con desestabilizar el equilibrio expansivo de la Constitución. Al mismo tiempo, los grandes monopolios del capital comenzaron a organizar nuevas formas de poder financiero, separando la riqueza de la productividad y el dinero de las relaciones de producción. Mientras en Europa esto fue experimentado como un desarrollo relativamente continuo-pues el capital financiero se construyó sobre la posición social de la renta de la tierra y la aristocracia-en los Estados Unidos fue un evento explosivo. Amenazó la posibilidad real de una constitución en red, puesto que cuando el poder se vuelve monopólico la propia red es destruida. Como la expansión del espacio ya no era posible, y por lo tanto ya no podía utilizarse como estrategia para resolver conflictos, los conflictos sociales aparecieron directamente como eventos violentos e inconciliables. La entrada en escena del gran movimiento de los trabajadores de los Estados Unidos confirmó el cierre del espacio constitucional de mediación y la imposibilidad del desplazamiento espacial de los conflictos. El motín de Haymarket Square y la huelga de Pullman lo dijeron fuerte y claro: ya no hay más espacios abiertos, por lo que los conflictos provocarán un choque directo, aquí mismo.2.156 En efecto: cuando el poder corría hacia sus límites espaciales se vió obligado a volverse sobre sí mismo. Este era el nuevo contexto en el que deberían jugarse todas las acciones.
El cierre del espacio constituyó un serio desafío al espíritu constitucional Americano original, y el camino para enfrentar este desafío era traicionero. Nunca hubo más fuerza para transformar a los Estados Unidos en algo similar a la soberanía al estilo europeo. Nuestros conceptos de ``reacción'', ``contrarrevolución activa'', ``política preventiva'' y ``Estado de Pinkerton'' fueron todos desarrollados en este período en los Estados Unidos. La represión de clase en los Estados Unidos no tuvo nada que envidiar a los káiseres y zares europeos. En la actualidad aún persiste ese período feroz de represión capitalista y de estado, aún cuando los nombres de sus perpetradores originales (como Frick, Carnegie, Mellon y Morgan) ahora sólo sirvan para adornar las fachadas de fundaciones filantrópicas. ¡Qué feroz fue esa represión-y cuanto más fuerte, mayor la resistencia! Esto es lo que realmente importa. Si las cosas hubieran sido diferentes, si la resistencia a la represión no hubiese sido tan fuerte, este libro sobre el Imperio, como forma de gobierno diferente del imperialismo, no tendría razón de ser escrito.
Las líneas de respuesta posibles para afrontar el cierre del espacio en el continente norteamericano fueron diversas, contradictorias y conflictivas. Las dos propuestas que determinaron con más fuerza la tendencia del subsiguiente desarrollo de la Constitución fueron ambas elaboradas dentro del marco del ``progresismo'' de Estados Unidos, a comienzos del siglo veinte. La primera fue adelantada por Teodoro Roosevelt, la segunda por Woodrow Wilson; la primera ejerció una ideología imperialista completamente tradicional, al estilo europeo, y la segunda adoptó una ideología internacionalista de paz como expansión de la concepción constitucional de redes de poder. Ambas propuestas fueron concebidas como respuestas al mismo problema: la crisis de la relación social y, consecuentemente, la crisis del espacio Jeffersoniano. Para ambas, el segundo elemento de importancia era la corrupción de la red de poder de la Constitución mediante la formación de poderosos monopolios. Sus dos administraciones presidenciales estuvieron marcadas por el pasaje hacia importantes legislaciones progresistas antimonopólicas, desde la regulación de los ferrocarriles bajo Roosevelt hasta la amplia regulación de los negocios y las finanzas bajo Wilson. Su problema común era comprender cómo aplacar el antagonismo de clase, que para estas épocas había destruido el modelo de poder en red. Reconocieron que dentro de los propios límites del sistema-y este es el tercer punto en común-era imposible. El terreno abierto ya había sido utilizado, y aunque no estuviera totalmente agotado, no podría hallarse ningún espacio para moverse en términos democráticos.
Como era imposible una solución para el cierre del espacio, el progresismo de la ideología Americana debía ser realizado en referencia al exterior. Ambas respuestas enfatizaron este movimiento al exterior, pero el proyecto de Wilson fue mucho más utópico que el de Roosevelt. Para Roosevelt, la guerra Hispano Americana y la marcha de los Jinetes hacia la Colina de San Juan constituyeron el prototipo de la solución, y esa imagen se volvió más central a medida que avanzó su conversión populista. La solución de Roosevelt para los límites del espacio involucraba el abandono de los rasgos originales del modelo de Estados Unidos, y, en su lugar, el seguimiento de objetivos y métodos similares a los del imperialismo colonial populista de Cecil Rodees y el progresivo imperialismo de la Tercera República Francesa.2.157 Este camino imperialista condujo a la experiencia colonialista de los Estados Unidos en las Filipinas. ``Es nuestro deber para con los pueblos que viven en la barbarie'', proclamó Roosevelt, ``ver que se liberen de sus cadenas''. Cualquier concesión hacia las luchas de liberación que le permitirían a las poblaciones incivilizadas como los filipinos gobernarse a sí mismos sería, por ello, ``un crimen internacional''.2.158 Roosevelt, junto con generaciones de ideólogos europeos antes que él, aceptaron la noción de ``civilización'' como justificación adecuada para la conquista y dominación imperialistas.
La solución de Wilson a la crisis del espacio tomó un rumbo totalmente diferente. Su proyecto de extensión internacional del poder en red de la Constitución fue una utopía política concreta. No sólo fue esta interpretación de Wilson de la ideología Americana ridiculizada en Europa durante el período del Tratado de Versalles, sino que tampoco fue apreciada dentro de los Estados Unidos. Es cierto que la Liga de las Naciones, esa gloria que coronaba el proyecto Wilsoniano para Europa y la paz mundial, nunca superó el veto del Congreso; pero su concepto de orden mundial basado en la extensión del proyecto constitucional norteamericano, la idea de paz como producto de una red de poder de un nuevo mundo, fue una propuesta poderosa y persistente.2.159 Esta propuesta se correspondía con la lógica originaria de la Constitución de Estados Unidos y su idea de Imperio expansivo. Los modernista europeos no pudieron dejar de mofarse de esta idea de un Imperio posmodernista: las crónicas están llenas de las ironías e insultos de Georges Clemenceau y Lloyd George, junto con los fascistas que declararon que el rechazo al proyecto Wilsoniano era un elemento central de sus proyectos de dictadura y guerra. Sin embargo, el pobre calumniado Wilson aparece hoy bajo una luz diferente: un utópico, sí, pero lúcido en su anticipación al horrible futuro que esperaba a las naciones de Europa en los años por venir; inventor de un gobierno mundial de paz, ciertamente irrealizable, pero cuya visión lo mostró como un eficaz promotor del pasaje hacia el Imperio. Esto es así aunque Wilson no lo haya reconocido. Aquí comenzamos a tocar concretamente la diferencia entre imperialismo e Imperio, y podemos ver en aquellas utopías Wilsonianas la inteligencia y anticipación de un gran idiota.
La tercera fase o régimen de la Constitución de los estados Unidos puede ser vista teniendo efecto durante el pasaje de la legislación del New Deal, como el Acta de Relaciones Nacionales Industriales, pero para nuestros propósitos es preferible marcar su inicio antes, incluso tan temprano como en la Revolución Bolchevique de 1917 y el período en que su desafío atravesó los Estados Unidos y todo el mundo. Retrospectivamente, en aquellas primeras décadas tras la Revolución de Octubre, podemos ya reconocer las raíces de la guerra fría-la división bipolar de los territorios del planeta y la frenética competencia entre los dos sistemas. La misma legislación del New Deal, junto con la construcción de sistemas benefactores comparables en Europa Occidental, pueden ser consideradas respuestas al desafío de la experiencia Soviética, es decir, al creciente poder del movimiento de los trabajadores, tanto en el interior como en el exterior.2.160 Los Estados Unidos se encontraron cada vez más urgidos por la necesidad de aplacar el antagonismo de clase, y por ello el anticomunismo se volvió el imperativo principal. La ideología de la guerra fría produjo las formas más exageradas de división Maniquea, y como resultado, algunos de los elementos centrales que vimos definiendo la moderna soberanía europea reaparecieron en Estados Unidos.
Durante esta fase, y a lo largo del siglo veinte, se volvió cada vez más evidente que los Estados Unidos, lejos de ser aquella nación singular y democrática que imaginaron sus fundadores, un Imperio de Libertad, fueron el autor de proyectos imperialistas directos y brutales, tanto en el orden doméstico como en el exterior. La figura del gobierno de los Estados Unidos como policía del mundo no nació en verdad en 1960, ni siquiera con el inicio de la guerra fría, sino que se extiende hasta la Revolución Soviética, y tal vez, aún antes. Tal vez lo que hemos presentado como excepciones al desarrollo de la soberanía imperial deba ser ligado a una tendencia real, a una alternativa dentro de la historia de la Constitución de Estados Unidos. En otras palabras, tal vez las raíces de estas prácticas imperialistas deben ser seguidas hasta los orígenes del país, hasta la esclavitud negra y las guerras genocidas contra los Nativos Americanos.
Antes consideramos a la esclavitud negra como un problema constitucional del período previo a la guerra, pero la subordinación racial y la superexplotación del trabajo negro continuaron mucho después del pasaje de las Enmiendas Decimotercera, Decimocuarta y Decimoquinta. Las barreras físicas e ideológicas erigidas alrededor de los Afroamericanos han contradicho siempre a la noción imperial de espacios abiertos y poblaciones mixtas. En particular, la posición del trabajo negro en los Estados Unidos ha sido fuertemente paralela a la posición del trabajo colonial en los regímenes europeos en términos de división del trabajo, condiciones laborales y estructura salarial. Por ello, la superexplotación del trabajo negro nos da un ejemplo, un ejemplo interno, de la tendencia imperialista que ha recorrido la historia de los Estados Unidos.
Un segundo ejemplo, un ejemplo externo, de esta tendencia imperialista puede hallarse en la historia de la Doctrina Monroe y los esfuerzos de Estados Unidos para ejercer control sobre las Américas. Esta doctrina, anunciada por el Presidente James Monroe en 1823, fue presentada primero y principalmente como una medida defensiva contra el colonialismo europeo: los continentes americanos libres e independientes ``no serán ya considerados como sujetos de futuras colonizaciones por una potencia europea''.2.161 Los Estados Unidos asumieron el papel de protector de todas las naciones americanas contra la agresión europea, papel explicitado con el corolario de Teodoro Roosevelt a la doctrina, reclamando para Estados Unidos ``un poder de policía internacional''. Sin embargo, estaríamos muy presionados si caracterizáramos a las numerosas intervenciones militares de Estados Unidos en la Américas en términos simples de defensa contra la agresión europea.2.162 La política yanqui es una fuerte tradición de imperialismo vestido con ropaje antiimperialista.
Durante la guerra fría esta tentación imperialista-o, en verdad, esta ambigüedad entre protector y dominador-se volvió cada vez más intensa y extensiva. En otras palabras, proteger a países de todo el mundo del comunismo (o, más exactamente, del imperialismo soviético) se volvió indistinguible de dominarlos y explotarlos con técnicas imperialistas. El involucramiento de los Estados Unidos en Vietnam puede considerarse el pináculo de esta tendencia. Desde una perspectiva, y ciertamente desde la elaboración de la ideología de la guerra fría por el gobierno de Estados Unidos, la guerra de Vietnam encajó en una estrategia política global para defender al ``mundo libre'' del comunismo, conteniendo sus avances. Sin embargo, la guerra no pudo dejar de ser en la práctica una continuación, por parte de Estados Unidos, del imperialismo europeo. Para la década de 1960 las potencias coloniales europeas estaban perdiendo batallas cruciales, y su control se desvanecía. Como envejecidos boxeadores se bajaban del ring, y los Estados Unidos subían como el nuevo campeón. Los militares norteamericanos nunca dudaron que poseían fuerza suficiente para impedir el tipo de humillación sufrida por los franceses en Dien Bien Phu. Durante su breve pasaje por Vietnam los americanos actuaron con toda la violencia, brutalidad y barbarie correspondientes a cualquier potencia imperialista europea. Parecía que los Estados Unidos se declararían a sí mismos el heredero legal de las potencias europeas declinantes, extendiendo su manto imperialista y superándolas con sus propias prácticas imperialistas.
Por supuesto, la aventura de Estados Unidos en Vietnam terminó en derrota. En una hazaña extraordinaria, de fuerza y coraje sin paralelos, los Vietnamitas combatieron sucesivamente con dos potencias imperialistas y emergieron victoriosos-aunque los frutos de esa victoria han probado ser demasiado amargos. Pero desde la perspectiva de los Estados Unidos, y en los términos de nuestra breve historia constitucional, la Guerra de Vietnam puede ser vista como el momento final de la tendencia imperialista, y con ello un punto de tránsito hacia un nuevo régimen de la Constitución. El paso del imperialismo al estilo europeo se ha vuelto para siempre infranqueable, y por ello los Estados Unidos deberán tanto volver atrás como saltar adelante, hacia un régimen imperial adecuado.
Como una abreviatura histórica, podemos localizar el fin del tercer y comienzo del cuarto régimen constitucional de Estados Unidos en 1968.2.163 La ofensiva del Tet en enero marcó la derrota militar irreversible de las aventuras imperialistas norteamericanas. Más importante, sin embargo, como es en el caso de cada cambio de régimen constitucional, la presión por un retorno a los principios republicanos y al espíritu constitucional original ya había sido preparada por poderosos movimientos sociales internos. Justo cuando los Estados Unidos se hallaban más profundamente involucrados en una aventura imperialista exterior, cuando se había desviado tanto de su proyecto constitucional original, el espíritu constituyente floreció con más fuerza en el hogar-no sólo de los mismos movimientos antibélicos, sino también de los movimientos por los derechos civiles y las Pantera Negras, los movimientos estudiantiles e incluso la segunda ola de movimientos feministas. La emergencia de los diversos componentes de la Nueva Izquierda fue una afirmación enorme y poderosa de los principios del poder constituyente, y la declaración de la reapertura de los espacios sociales.
Durante la guerra fría, cuando los Estados Unidos adoptaron ambiguamente el manto del imperialismo, subordinaron a las antiguas potencias imperialistas bajo su nuevo régimen. La guerra fría emprendida por los Estados Unidos no derrotó al enemigo socialista, y tal vez este no fue nunca su objetivo principal. La Unión Soviética colapsó bajo el peso de sus propias contradicciones internas. La guerra fría. a lo sumo produjo algunas condiciones de aislamiento que, reverberando dentro del bloque soviético, multiplicaron esas contradicciones explosivas. Los efectos más importantes de la guerra fría fueron la reorganización de líneas de hegemonía dentro del mundo imperialista, acelerando la declinación de las viejas potencias y alzando la iniciativa de Estados Unidos hacia la constitución de un orden imperial. Los Estados Unidos no habrían emergido victoriosos al finalizar la guerra fría de no haber tenido preparado un nuevo tipo de iniciativa hegemónica. Este proyecto imperial, este proyecto de red de poder, define la cuarta fase o régimen de la historia constitucional de Estados Unidos.
En los años de la declinación y vela de la guerra fría, la responsabilidad de ejercer un poder de policía internacional ``cayó'' sobre los hombros de Estados Unidos. La Guerra del Golfo fue la primera vez que los Estados Unidos ejercieron este poder en forma total. En realidad, la guerra fue una operación de represión de poco interés desde el punto de vista de sus objetivos, los intereses regionales y las ideologías políticas involucradas. Ya hemos visto muchas de esas guerras conducidas directamente por los Estados Unidos y sus aliados. Iraq fue acusado de romper la ley internacional, y por ello debía ser juzgado y castigado. La importancia de la Guerra del Golfo deriva, ciertamente, del hecho de que presenta a Estados Unidos como la única potencia capaz de administrar la justicia internacional, no en función de sus propios motivos nacionales sino en nombre del derecho global. Es verdad que muchas potencias han clamado antes, falsamente, actuar por el interés universal, pero este nuevo papel de Estados Unidos es diferente. Tal vez sea más exacto decir que este reclamo de universalidad también sea falso, pero es falso en un modo nuevo. La policía mundial de Estados Unidos actúa no por interés imperialista, sino por interés imperial. En este sentido, la Guerra del Golfo, como sostiene George Bush, anuncia el nacimiento de un nuevo orden mundial.
Sin embargo, la legitimación del nuevo orden imperial no puede basarse en la mera efectividad de la sanción legal y la fuerza militar para imponerla. Debe desarrollarse mediante la producción de normas jurídicas internacionales que sostengan el poder del actor hegemónico de un modo legal y durable. Aquí el proceso constitucional que se originó con Wilson alcanza la madurez y emerge nuevamente. Entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, entre el mesianismo de Wilson y las iniciativas político-económicas internacionales del New Deal (a las que volveremos en la sección 3.2.), se construyeron una serie de organizaciones internacionales que produjeron lo que en los términos contractuales tradicionales del derecho internacional se llama un excedente de normatividad y eficacia. A este excedente se le dio una base tendencialmente universal y expansiva en el espíritu de los acuerdos de San Francisco que fundaron a las Naciones Unidas. El proceso interno unificante fue obstruido por la guerra fría, pero nunca bloqueado por completo. Durante los años de la guerra fría hubo tanto una multiplicación de organismos internacionales capaces de producir derecho como una reducción de las resistencias a su funcionamiento. Hemos enfatizado en la sección 1.1. sobre cómo la proliferación de estos diversos organismos internacionales y su consolidación en un juego de interrelaciones simbióticas-como si uno le pidiera al otro su propia legitimación-empujó más allá de una concepción del derecho internacional basada en el contrato o la negociación, y se dirigió en realidad hacia una autoridad central, un legítimo motor supranacional de acción jurídica. Por ello al proceso objetivo se le dio una cara subjetiva. Las grandes instituciones internacionales, que habían nacido sobre las bases limitadas de pactos y negociaciones, condujeron a una proliferación de organismos y actores que comenzaron a actuar como si fuesen una autoridad central sancionando derecho.
Al finalizar la guerra fría, los Estados Unidos fueron llamados a cumplir el papel de garantizar y agregar eficacia jurídica a este complejo proceso de la formación de un nuevo derecho supranacional. Del mismo modo que en el primer siglo de la era Cristiana los senadores Romanos le solicitaron a Augusto que asumiera los poderes imperiales de la administración de los bienes públicos, así también hoy las organizaciones internacionales ( las Naciones Unidas, las organizaciones monetarias internacionales e incluso las organizaciones humanitarias) le piden a los Estados Unidos que asuman el papel central en un nuevo orden mundial. En todos los conflictos regionales del final del siglo veinte, desde Haití al Golfo Pérsico, a Somalía y Bosnia, los Estados Unidos son llamados a intervenir militarmente-y estos llamados son reales y sustanciales, no meras maniobras publicitarias para suprimir el disenso público norteamericano. Aún si fuesen reluctantes, los militares norteamericanos tendrían que responder al llamado en el nombre de la paz y el orden. Esta es tal vez una de las características centrales del Imperio-es decir, que reside en un contexto mundial que continuamente pide por su existencia. Los Estados Unidos son la policía de la paz, pero sólo en última instancia, cuando las organizaciones supranacionales de paz llaman por una actividad organizacional y un complejo articulado de iniciativas jurídicas y organizativas.
Hay muchas razones para la posición privilegiada de los Estados Unidos en la nueva constitución global de la autoridad imperial. Puede explicarse en parte por la continuidad del papel de los Estados Unidos (particularmente su papel militar) desde la figura central en la lucha contra la URSS hasta la figura central en el nuevo orden mundial unificado. Desde la perspectiva de la historia constitucional que estamos trazando aquí, sin embargo, podemos ver que los Estados Unidos son privilegiados de un modo más importante por la tendencia imperial de su propia Constitución. La Constitución de Estados Unidos, como dijo Jefferson, es la mejor calibrada para un Imperio extensivo. Debemos enfatizar otra vez que esta Constitución es imperial y no imperialista. Es imperial porque (a diferencia del proyecto del imperialismo de diseminar su poder linealmente en espacios cerrados, e invadir, destruir y subsumir países sujetos dentro de su soberanía) el proyecto constitucional de Estados Unidos está construido sobre el modelo de rearticular un espacio abierto y reinventar incesantemente relaciones diversas y singulares en una red a través de un terreno sin fronteras.
La idea contemporánea del Imperio nace mediante la expansión global del proyecto constitucional interno de los Estados Unidos. Es de hecho mediante la extensión de procesos constitucionales internos que entramos en un proceso constituyente del Imperio. El derecho internacional siempre debe ser un proceso negociado, contractual, entre partes externas-en el antiguo mundo que Tucídides retrató en el Diálogo de Melian, en la era de la razón de Estado, y en las modernas relaciones entre naciones. Hoy, en lugar de ello, el derecho involucra un proceso institucional interno y constitutivo. Las redes de acuerdos y asociaciones, los canales de mediación y resolución de conflictos, y la coordinación de las diversas dinámicas de los Estados son todas institucionalizadas dentro del Imperio. Estamos experimentando una primera fase de la transformación de la frontera global en un espacio abierto de soberanía imperial.