Innovación en la gestión pública: la innovación institucional inteligente
Carles Ramió Matas
Catedrático de Ciencia Política y de la Administración en la Universitat Pompeu Fabra
La innovación está de moda en todas las administraciones públicas del mundo. Pero es obvio que la innovación no es solo una moda sino una necesidad intrínseca a la dinámica administrativa. Desde siempre las administraciones públicas se han visto obligadas a adaptarse a los cambios tecnológicos, económicos, políticos y sociales de sus entornos y han tenido que adaptar sus modelos organizativos, sus carteras o portafolios de servicios y de políticas públicas a estas vigorosas transformaciones. En este sentido, las administraciones son y deben ser innovadoras por necesidad. Sino lo fueran perderían su esencia que es aportar valor público, valor social.
En la tradicional dicotomía entre Estado y mercado nuestras sociedades suelen observar con asombro y admiración las capacidades de innovación de las organizaciones privadas y no suelen valorar tanto las innovaciones generadas por el sector público. Está instalada, de manera estructural, la percepción social errónea de que las administraciones públicas tienen una incapacidad manifiesta para innovar.
Hay que dejar claro, en la misma línea argumental de Mazzucato (2014), que las administraciones públicas no solo son innovadoras sino radicalmente innovadoras. Los servicios y las políticas públicas son dinámicas y contingentes a las necesidades sociales gracias a la innovación de líderes y grupos de empleado públicos siempre inconformistas y renovadores. La diferencia entre la situación del presente y del pasado próximo es que la innovación explícita se ha convertido en un objetivo institucional perseguido por cargos políticos y empleados públicos. Esta búsqueda proactiva y no reactiva de la innovación ha fomentado que florezcan organismos o unidades especializados en innovación (laboratorios) que han generado un rico panorama de metodologías innovadoras. Es también una evidencia que las tecnologías emergentes han ejercido de catalizador para explorar múltiples fórmulas innovadoras que antes eran imposibles. El especialista español en innovación, Raúl Oliván, recientemente ha realizado la labor de sistematizar los diversos enfoques y metodologías de innovación y ha detectado hasta 105 agrupadas en seis vectores que él denomina el hexágono de la innovación.
Las administraciones poseen los elementos necesarios para ser innovadoras (personal cualificado, organizaciones multisectoriales que aprenden entre sus diversos ámbitos, escala suficiente, una cierta autonomía de los profesionales acompañada de estabilidad laboral, etc.) pero no poseen los suficientes ya que están presentes, también, ingredientes que lo dificultan (una cultura conservadora e inmovilista, miedo al fracaso ante el permanente escrutinio social y político, temor al manejar recursos públicos, etc.). Es decir: las administraciones públicas poseen el potencial teórico para poder ser innovadoras pero también unos terribles corsés que cohíben la innovación. Lograr superar las barreras a la innovación es una tarea titánica ya que suelen predominar los desincentivos sobre los incentivos. Solo las personas, los grupos y líderes con una enorme motivación y vocación de servicio público se prestan a la labor de innovación asumiendo riesgos en sus carreras profesionales y asumiendo que puedan ser unos incomprendidos en sus entornos laborales.
El nuevo paradigma de la gobernanza también ha sido un aliciente para la innovación. Los vasos comunicantes entre administraciones públicas y organizaciones privadas, entre instituciones públicas y sociedad civil (participación ciudadana y participación de los actores sociales) ha sido un excelente caldo de cultivo para fomentar la innovación pública. Una vez la Administración ha derribado sus murallas y ha extendido sus centros de interés extramuros la innovación se ha ido imponiendo. Buena parte de las políticas y de los servicios públicos se han reinventado y revitalizado gracias a dinámicas de innovación colaborativas entre agentes públicos y agentes sociales y privados.
Pero hay que destacar unos ámbitos de las administraciones públicas que siguen impermeables a la innovación. Se trata, por una parte, de las arquitecturas organizativas públicas y, por otra parte, del modelo de gestión del empleo público. Es una paradoja: las instituciones públicas logran ser innovadoras en sus productos y servicios pero, en cambio, son conservadoras e inmovilistas en sus sistemas internos de gestión. En efecto, después que las administraciones han transitado, durante las últimas décadas, por dos revoluciones tecnológicas (la de la ofimática y la de los cambios derivados de la ola 2.0) que deberían haber transformado de una manera radical la organización del trabajo, no han sido capaces de cambiar ni de adaptar sus modelos internos de gestión a los nuevos contextos tecnológicos. Tampoco han transformado sus sistemas de gestión de recursos humanos cuando el cambio tecnológico a afectado a las competencias de los empleados públicos, a sus sistemas de selección como mecanismos eficaces para captar el nuevo talento, al sistema de incentivos (más bien desincentivos) vinculados a las tablas retributivas, a la carrera administrativa y a la evaluación del desempeño. Este inmovilismo interno que se manifiesta en una enorme fragmentación administrativa que opera con unas lógicas feudales, una carencia absoluta de flexibilidad para trabajar en nuevos proyectos para atender contingencias imprevistas (como ha sido la crisis de la covid-19), unos procesos de trabajo no fundamentadas en el conocimiento experto y sino solo canalizadas por procesos burocráticos inamovibles, etc. Esta cultura conservadora que no permite alterar los modelos organizativos a pesar de los enormes incentivos del contexto administrativo es un gran problema que hay que abordar y solventar en el momento que estamos entrando en la gran revolución tecnológica 4.0 de la mano de la inteligencia artificial y de la robótica.

Catedrático de Ciencia Política y de la Administración en la Universitat Pompeu Fabra