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Taxis, VTCs y el papel de la regulación pública

27 september 2019

 

Shutterstock / MarcoPachiega

Andrés Boix Palop, Universitat de València

El Congreso de los Diputados ha convalidado el Decreto-ley que pretendía solventar el “conflicto” entre quienes prestan servicios en el mercado del transporte de viajeros en vehículos turismo como taxistas y los que lo hacen por medio de permisos para operar como Vehículos de Transporte con Conductor (VTC).

El “conflicto” se fundamenta en la pretensión de quienes tienen autorizaciones de taxi (unas 60.000 personas en España) de seguir prestando estos servicios de transporte de viajeros en exclusiva, como ha sido tradicional hasta la fecha, gracias a un ordenamiento jurídico que no permite a nadie que no posea una autorización de taxi o equivalente entrar en este mercado.

La única brecha desde hace años eran las licencias VTC, que la ley y su reglamento de desarrollo concebían como servicios premium y de lujo, el clásico alquiler de un coche con conductor por horas o días, y que limitaban también en número (la proporción de una licencia de VTC por cada 30 licencias que no había que superar).

Dos factores han alterado el ecosistema. Por una parte, la aparición de plataformas que usan apps y la omnipresencia de los móviles para ofrecer estos servicios, que han reducido los costes y mejorado la eficiencia de la actividad de los VTC, que ahora pueden contratarse por minutos y para un desplazamiento concreto.

Por otra, los desajustes normativos que se produjeron en España como consecuencia de la adaptación de la norma básica y de su reglamento en materia de transportes a las reglas europeas derivadas de la Directiva de Servicios de 2006, una norma liberalizadora que en principio, y salvo excepción expresa y justificada, ampara la prestación de servicios económicos sin autorización administrativa previa.

Más licencias durante el limbo legal

Estos desajustes provocaron que durante unos años la limitación de autorizaciones VTC desapareciera, con lo que ciudadanos avisados y empresas avispadas pudieron en ese paréntesis temporal solicitar autorizaciones que, aunque fueron en su mayoría denegadas por las administraciones públicas, han acabado siendo reconocidas por los tribunales de justicia.

Aunque el legislador español taponó el boquete regulatorio unos años después, las VTCs ya concedidas (y las que quedan por ser reconocidas por los tribunales) han alterado el equilibrio regulatorio (la proporción entre taxis y VTCs en España es ahora más bien de 1 a 10, y aún puede reducirse más, como ha ocurrido en la mayor parte de los países europeos con regulaciones semejantes a la nuestra, como Francia o Alemania).

La aparición de competencia (muy eficiente, además) en un sector donde durante cuatro décadas las autorizaciones de taxi garantizaban el disfrute de un mercado cautivo, y en el que la oferta no ha crecido a pesar de que sí lo ha hecho la demanda, perjudica notablemente a los taxistas, habituados a que sus títulos jurídicos valieran muchísimo en el mercado.

Licencias por cinco ceros

El valor de mercado del privilegio regulatorio variaba dependiendo de zonas, pero no era inhabitual que se pagaran 200.000 o 300.000 euros por una licencia en nuestras grandes ciudades. El cambio del ecosistema provocó la disminución de las posibilidades de rentabilizar la actividad y, en consecuencia, de su valor. Esto ha hecho reaccionar a los taxistas con protestas, lo que ha llevado a adoptar una modificación legal.

Esta modificación, intervenida por el Decreto-ley 13/2018, es una victoria de los taxistas. Supone, en un plazo de cuatro años, volver al equilibrio regulatorio anterior, pero no tanto eliminando el exceso de autorizaciones VTC sino convirtiéndolas en inútiles, pues a partir de ese momento sólo habilitarán para realizar servicios interurbanos.

Más allá de los problemas que plantea esta norma, tanto en su constitucionalidad formal (es dudoso que concurriera la urgencia que habilita para acudir al Decreto-ley) como en lo competencial (la competencia para regular estas cuestiones es autonómica y no estatal, sin que pueda intervenir el Estado para imponer una solución a las CCAA) y respecto del fondo de la cuestión (las autorizaciones de VTC se están expropiando, en el fondo, sin que haya una indemnización mínima), hay una conclusión evidente: supone un triunfo de los taxistas, que han demostrado hasta qué punto su capacidad de presión es grande y cómo les permite lograr soluciones regulatorias en su propio beneficio erradicando la competencia.

¿Y el interés general?

Pero, ¿es bueno también para el interés general? Resulta bastante dudoso que así sea. Baste recordar que la razón de ser de las limitaciones cuantitativas en la prestación de estos servicios nunca se han reconocido o concedido en beneficio de los taxistas, sino del interés general y de los consumidores.

En otro contexto social y tecnológico, el Estado entendía que esa limitación cuantitativa, siempre y cuando no fuera tan grande como para impedir que hubiera servicios suficientes para satisfacer la demanda, era la necesaria compensación a los taxistas.

Pero hoy la tecnología permite cruzar oferta y demanda, y sabemos que en los ordenamientos donde no hay límites cuantitativos no suele haber problemas (al contrario, los problemas se dan más habitualmente en los países con límites al número de licencias). También sabemos cómo fijar precios justos, o limitar la variabilidad de los criterios algorítmicos que establecen las apps y plataformas de intermediación, sin necesidad de recurrir a regulaciones que limiten el número de prestadores.

Y es posible establecer medidas ambientales por medio del ordenamiento jurídico. Todo ello sin alterar los equilibrios de mercado o las condiciones de rentabilidad, en beneficio de los consumidores. Pero sí afectando profundamente a la posición de quienes tenían autorizaciones de taxi.

Fiscalidad y condiciones laborales

La regulación no ha de defender ni proteger a los taxistas, sino establecer unas condiciones de prestación lo mejor posibles para la sociedad y para quien desee trabajar en este sector. Además, la normativa tendría que ser muy exigente en temas fiscales, ambientales y laborales, pero para cualquier vehículo que preste estos servicios. No se puede admitir que parte de las transacciones realizadas en España para contratar servicios tributen en paraísos fiscales, pero tampoco que quienes realizan estos servicios tributen a módulos. Y las condiciones laborales de los empleados han de ser exigentes y garantistas, pero para todos los prestadores por igual.

Por último, no se puede defender que la consecución de estos objetivos públicos pase por restringir la actividad de las autorizaciones VTC, y menos aún por la eliminación de toda capacidad de actuar en el mercado relevante, que es el del transporte urbano en las zonas de prestación conjunta, a las autorizaciones VTC ya concedidas.

A estos efectos, solucionar este conflicto, si se hiciera desde una perspectiva de maximización del bienestar y de los intereses públicos, no es complicado. Bastaría con garantizar la libre prestación a todos los interesados en competir en este mercado con exigencias ambientales, de accesibilidad y de control de precios máximos que todos hubieran de cumplir en las mismas condiciones, así como estableciendo el mismo régimen fiscal y laboral a todos los prestadores.

Ante la congestión, restricción

Además, si en algunos centros urbanos hubiera un problema de congestión, se podrían establecer medidas de restricción del acceso e incluso una limitación del número de autorizaciones en casos excepcionales, pero que debería solventarse empleando las reglas de la Directiva europea de servicios. Por último, se podrían establecer mecanismos de compensación temporales para paliar los costes de transición a la competencia.

Ninguna de esas medidas es difícil de poner en marcha y todas ellas incrementarían el bienestar social, además de ser mucho más acordes a nuestro marco constitucional y el Derecho europeo en la materia.

Lamentablemente, gobierno y legislador estatales han optado por regular esta cuestión, impidiendo que las comunidades autónomas puedan hacerlo, de un modo totalmente contrario a los intereses públicos. Tarde o temprano habrá que rectificar estas normas. Da la sensación de que pasarán varios años, y tendremos que padecer sus perniciosos efectos hasta que sean tan patentes que no puedan obviarse, antes de que las fuerzas políticas mayoritarias en España vayan a enmendar el error cometido.The Conversation

Andrés Boix Palop, Profesor de Derecho Administrativo, Universitat de València

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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