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R. R a m í r e z B l a n c o pinturas y dibujos.

 

 

 

 

 

 

 

EL LÁPIZ COMO PINCEL, UN BUCLE. La línea ha vencido, ha aniquilado las últimas ciudadelas de la pintura: el color, el tono, la factura y el plano. Eso afirmó Aleksandr Rodchenko en 1921, en el dogmático fragor de las primeras vanguardias. No está muy claro que las cosas hayan ido por ese camino. El lápiz como pincel, escribió Ramírez Blanco a propósito de los dibujos de Joan-A. Toledo, de unos papeles en los que creía encontrar los mejores cuadros de su amigo. Era 1998 cuando había dejado muy atrás el retrato y el óleo, un empeño por cultivar la pintura de género del que hoy se desentiende. También por entonces no admitía la creencia común de que una superficie plana es menos pictórica que una saturada de color y textura.


Escaso en su clase o especie; poco frecuente, extravagante de genio o de comportamiento y propenso a singularizarse. De este modo define el Diccionario de la Real Academia el término raro. Estas acepciones podrían convenir a Ramírez Blanco, R. Blanco o R. White, un pintor algo esquivo nacido en Arjonilla, en 1950, que también vio la luz en Valencia, en 1904, y falleció tras una larga enfermedad, en Milán, en 1966. Un artista sobre el que escribió Andrea Silverstein, gerente de la Karl Alexander Gallery. No se trata de desdoblamientos o escisiones, tampoco de ironía sobre el concepto de autor, es tan solo ejemplo de la inclinación del pintor a desaparecer, a borrarse de la escena. Tampoco ha sido pródigo en exposiciones, apenas once entre 1974 –primera individual, en la galería Buades– y 2008, la última, en la galería i Leonarte. Ahora, la Sala de la Muralla, acoge estas pinturas y dibujos en los que por vez primera rompe la convención de la obra reciente y muestra trabajos fechados entre 1969 y 2013, un modo de afirmar que se mantienen las preocupaciones en torno a los problemas de la representación, del uso equívoco de los códigos y los signos de la percepción visual. En la «Madonna» de 2013 hay ecos del «Retrato de María Montes Payá con los hombros bajos», una obra de 1969 que se vio en Nuestro Yo, colectiva presentada en el Club Universitario de Valencia, en 1970, que no se había vuelto a exhibir.

 

En los años setenta predominaron textos, ilustraciones y grafismos, título de la muestra organizada por la galería Val i 30 en 1975. Aquellos trabajos llenos de topografías que derivaban en anatomías, de tiralíneas, rotring y tipografías pudieron verse, algo después, en las colectivas Europa ’79, presentada en Stuttgart, y 1980, exposición de aliento programático comisariada por Juan Manuel Bonet, Quico Rivas y Ángel González, aunque las obras de Ramírez Blanco desmentían un tanto el tono pictoricista predominante en las paredes de la galería Juana Mordó. El trabajo de los años setenta y primeros ochenta interesó a Vicente Todolí y también a Bonet que programó una muestra para el IVAM, pero no hubo tal. En el Instituto Valenciano de Arte Moderno no tardaría en acabarse la diversión. Llegó Kosme y mandó parar.


Dibujar y pintar es explorar una previsión, escribió Ramírez Blanco en el texto antes mencionado, y el dibujo, como la liebre salta de forma inesperada, a veces del natural, aunque la naturaleza –como sucede en uno de los dibujos que aquí se muestran– es una copia de las azarosas tachaduras de una lista de la compra. Pinturas y dibujos en los que se reitera la escritura, el fluir y engaño de las formas y la posibilidad de que un texto, o su huella, acabe siendo también una mano. Cuando el dibujo es pleno el color está latente, me dice de las elaboradas pinturas en las que trabaja en estos últimos años. No son pinturas en una tela, sino a través de una tela. La imagen se filtra por el grueso ojo de la tarlatana, una técnica muy precisa en la que el boceto se va imprimiendo en sucesivas pinceladas, con escaso margen para el azar, para lo imprevisto.


Reunir obras de tan variada cronología es un modo de relativizar el trabajo. No hay aquí epifanía ni marcha triunfal, apenas un repetido bucle entre el lápiz y el pincel, un bucle no exento de escepticismo, como en las palabras de Karel Čapek que me transcribe con resignada lucidez: «Ya he llegado a la conclusión de que generalmente uno piensa algo diferente de lo que debería; dice algo diferente de lo que piensa; y los demás entienden algo diferente de lo que uno en realidad ha dicho».

 

 Salvador Albiñana