Podemos encontrar numerosas aproximaciones que desde la Academia traten de acotar qué es un “bien cultural”. De entre todas ellas, la que a nosotros nos interesa es la pone el acento en dos atributos de dicho bien; a) es un bien cultural aquel que o en su producción o en su consumo –más tarde veremos que hay menos diferencias de las previstas entre estos dos procesos - los sujetos que los producen o consumen lo hacen con una deliberada intención de obtener/generar algún impacto estético, cognitivo, espiritual o comunicativo que vaya más allá de la mera utilización del tiempo de ocio. b) es un bien cultural aquel que es imposible detectar con anticipación cuál va a ser la satisfacción – utilidad - que nos reporte; es decir que se trata de un bien de experiencia en el que sólo después de usado/practicado/consumido tenemos la información suficiente para determinar la “satisfacción” que nos ha proporcionado. Hasta aquí, los atributos señalados no presuponen de ninguna manera que dicho bien sea intercambiado mediante mecanismos de mercado y con esta aproximación bienes culturales podrían ser desde puestas de sol en el Mediterráneo, poemas escritos por un ama de casa en un pueblo de Galicia, la contemplación de unos cuadros en un museo o conversaciones con un librero de lance…. Si alguno/a de los que se exponen a esas situaciones lo hace con la intención deliberada de obtener algún impacto de los reseñados anteriormente. La intencionalidad tampoco presupone que finalmente el impacto estético, cognitivo, espiritual o comunicativo se consiga de alguna forma, sino sólo que dicha finalidad sea perseguida por aquel que se expone al “proceso cultural”. En este sentido se puede señalar que la mayoría de los bienes culturales se convierten en experiencias culturales frustradas que lo único que nos permiten es acumular indicios para evaluar mejor la probabilidad de obtener outputs culturales en las próximas exposiciones similares.