UN DISCO, DOS DISCOS, TRES DISCOS... Catedral gótica con orificio central. Carámbano azulado encapuchado de música. Caracol con agujero perfecto. Emboscada excepcional de intervalos mudos. Armonía leal reinventada cada vuelta. Mínimo esfuerzo del oído que trasiega su función al ojo. Cambalache de sentidos sin sentido. Deterioro del equilibrio hacia la perfección del absurdo. Esfuerzo convertido en fábula por obra y gracia de la intención casual. Ladrido del inconsciente que desgarra al observador. Perversión del objeto cabal que cosquillea la sorpresa. Sátira del guiño distinguido. Usuario que no usa la clave acomodada. Émulo del asombro inconsistente y amigo del soplo a traición. Fracaso del objeto en su sitio y sitio alquilado al mejor postor. Deyección de estrellas personales, intransferibles y únicas. Aletargamiento por siempre jamás- de los códigos impuestos. Donante de órganos audiosensuales. Sorteo diario de interpretaciones sueltas. Barullo matemático de operaciones muertas. Miscelánea de pasos de baile visual. Cultivo de salidas y metas perdidas. Solución envuelta en enigma y misterio vestido de respuesta. Un disco, dos discos, tres discos...
Manel Costa
Como el vinilo.
El vinilo, aunque lo parezca, no es un material. Es un recuerdo. Pero un recuerdo especialmente relleno de algo que parecían ranuras, surcos les llamaban, y que siendo algo puramente material, como un campo arado concéntricamente, tenía sembradas una sucesión de sensaciones seguramente inexplicables y, desde luego invisibles. El milagro de la siembra se producía cuando empezaba a girar, y de aquellos rincones brotaba una fruta que, hasta entonces permanecía escondida y sin germinar esperando la señal acordada. Un simple giro.
Fue, ya ves, el primer transporte de la música, la primera manera de llevarla de aquí para allá. El primer soporte que permitió, desde la manivela hasta el más moderno plato, por la magia de una simple aguja, convertir un plástico oscuro y redondo en música, la música en sentimientos y los sentimientos no sé en qué.
Parecía un ojo depositado en una cama circular que cantaba melodías para acompañar a los solitarios, para amar a escondidas, para tocar en la penumbra lo más prohibido; para canturrear imitando ídolos invisibles; para bailar, undostres, undostres, esos boleros que hablan y mienten sin descaro erizándonos la piel; para mirar y descubrir miradas; para deslizar las manos por una cintura ajena; para mover las caderas impúdicas a un compás sensual; para apagar la luz y esconder todo; para revolotear alrrededor de los canapés mirando de reojo, que no aparezcan mis padres; para romper la siesta de un vecino, niño, baja un poco el aparatito; para recordar recuerdos y maldecirlos y volverlos a recordar y bendecirlos.
Porque ella siempre estaba dentro de una manera inexplicable. Qué hubiera sido del vinilo sin ella. Y cuando él giraba, esa era la señal, aparecía y metiéndose por todos los rincones, nada que ver con el oído, cualquier rincón era bueno, activaba unos resortes que ni siquiera sabíamos que existían (o es que sabías que el pulso se acelera por escuchar Yesterday o El humo ciega tus ojos?) Ya ves, giraba delante de todos sin ningún pudor, desnudándose de canciones y canciones, para que entendiéramos que ella, la música, más que sonido era movimiento y brotaba del vinilo aparentemente inerte como los deseos de una vieja lámpara que frotas y frotas, gira y gira, mientras el genio intenta adivinar tus preferencias. Un rock, un bolero (cuidado con ellos que enamoran, advierte el genio), un fox, un chachacha, una salsa (tan sensual, tan caliente), un son, una samba, un mambo (con la orquesta de Pérez Prado entre los dichosos surcos) un swing, un tango (arrebatado con corte largo en la falda y el muslo al aire), un pasodoble, un vals (mañana tengo una boda), un merengue, una bachata (con la cadera arriba y abajo)... todo está dentro y te sorprende porque tus deseos se cumplen (cosas del vinilo) y, de pronto, estás apretando tu mejilla contra la suya y rozando vuestros vientres mientras el disco, ensartado por el centro, gira dejándose escarbar entre sus secretos por la aguja mágica que transforma nada en todo, materia en sentimientos, vinilo en música.
Por eso, cuando se despide, devorado por el tiempo y eso que llamamos progreso, y se ve sustituido por mecanismos que rompen el viejo rito del pulso cuidadoso cuando ponías el disco, del paño que acaricia para quitar el polvo, del cuidado no se raye, del pon sólo la segunda canción, de palabras que ya no son (single, long play, 45 rpm...) ese personaje, compañero de vida, necesitaba un homenaje que sólo podía darle el mundo del arte, de las gentes que han compartido tiempo con él (querido vinilo) y quieren inmortalizarlo un poco más en sus humildes obras como representación de un objeto que nos ayudó a vivir.
A ellos, en el fondo, les gustaría ser como el vinilo, y tener en sus entrañas grabadas todas las músicas que han acompañado sus vidas dispares. Por eso se juntan, dibujan, esculpen, pintan, fotografían y luego lo enseñan al mundo para que mire,
Rafael Rivera
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