A principios del siglo XX, Gabriel Miró narraba las aventuras del infatigable caminante Sigüenza por la montaña alicantina, donde, tras 20 años en Madrid, había podido volver a beber el agua del pueblo y sentir en la boca y en el recuerdo la dulzor de dejo amargo, pero de verdad química, que todavía es más verdad lírica. En este pasaje de Años y Leguas (Madrid, 1928), Miró enfrentaba al protagonista de muchas de sus novelas con dos aguas muy distintas. Una, la que veía bullir en la sierra o en la vera, la pureza de la cual podía apreciar con los ojos, con las manos, con la boca, aspirándola desde la superficie al fondo. La otra, el agua urbana, la de los primeros hombres de empresas hidráulicas, que la ciegan en cañutos de plomo y cemento, que la cuentan, la miden y la envuelven en forjas de escrituras de propiedad, la pureza de la cual escapa a los sentidos, y su determinación queda en manos de aquellos que eran capaces de establecer su verdad química. ¿Cuál era esta “verdad química” a la que se refería Miró a principios del siglo XX? ¿Quién la poseía, cómo la encontraban y cómo la hacían valer? Son preguntas que, desde la segunda mitad del siglo XIX, han tratado de responder, en todas las ciudades de Europa, los que producían, comerciaban, regulaban y consumían productos como el agua, el vino y los licores, el aceite, el chocolate, la leche, el pan y las pastas, el azúcar, el café, el té… y una infinidad de alimentos y bebidas surgidos de la incipiente industria alimentaria. Pesaba, sobre esta olla de artículos de consumo, una creciente alarma social, fruto de las dudas, bien fundamentadas, sobre la pureza de su composición y las consecuencias sanitarias y económicas de su adulteración, cada vez más frecuente, con sustancias colorantes, conservantes o simplemente sustitutivas de sus componentes más costosos. Los sentidos ya no eran capaces de determinar esta nueva noción de “calidad” de los productos, muy diferente a la que los consumidores y los “vendedores” municipales habían sido capaces de apreciar hasta entonces en los productos vendidos en plazas y mercados. Ahora era necesario mirar dentro de nuevos alimentos y bebidas industriales y eso era una cosa que no estaba al alcance de todo el mundo.
La biografía del polifacético José Soler y Sánchez puede ser explicada de muchas maneras, según si fijamos la atención en su condición de farmacéutico, químico, profesor, político, terrateniente o promotor urbanístico, entre otros. Aquí nos fijaremos en una actividad que fue más allá de todas las anteriores y que necesitaba aquellas para poder practicarla: la de experto en análisis químico, encargado, como veremos, de establecer la “verdadera química” de aguas, alimentos, bebidas, productos industriales, combustibles, manchas de sangre… e incluso de la bondad del clima de Alicante. A través de esta biografía de un experto podemos comprobar que, como pasa con la honestidad de los políticos, los científicos no solamente han de esforzarse por ser sabios, sino que también han de procurar parecerlo. La trayectoria vital y profesional de José Soler y Sánchez nos ayudará a comprender la razón por la que eso fue –y todavía es– tan importante y cuáles son las formas de conseguirlo.
José Soler y Sánchez nació en 1840 en el seno de una acomodada familia de farmacéuticos. Sus padres, José Soler y González, y Encarnación Sánchez y Sempere procedían de las familias pudientes de la ciudad de Elche, desde donde se trasladaron a Alicante para abrir, en 1836, una tienda en la plaza de Sant Cristòfol, a escasos pasos del Ayuntamiento. Como otros muchos hijos de las familias pudientes de Alicante, el primogénito José Soler y Sánchez completó sus estudios de humanidades en el recientemente creado instituto de enseñanza de la ciudad, situado en el Palacio de la Asegurada, muy cerca de la farmacia familiar. En 1857, viajó a Valencia para optar al grado de bachiller en Filosofía y después a Madrid, donde completó su formación superior en la Universidad Central de Madrid. Entre 1857 y 1865, obtuvo los grados de bachiller y de licenciado en Farmacia, primero, y en Ciencias, sección de Física, después, para asumir el título de doctor en Ciencias Físicas en 1865, con una memoria sobre La importancia de la teoría electroquímica, que años más tarde daría lugar a Las teories de la química (Madrid, 1874). No era extraño que los estudiantes de farmacia completaran su formación científica y, de paso, reforzaran el prestigio de su futuro profesional siguiendo los cursos de la Facultad de Ciencias, especialmente los de química. En el caso de Soler fue más que eso. Su interés por las ciencias físicas y químicas le llevó a abandonar la carrera farmacéutica, a la cual su origen familiar parecía predestinarlo, por embarcarse en una carrera académica que algunos de sus contemporáneos no dudaban en calificar de “gloriosa”. Con la licenciatura recién obtenida, ocupó la plaza de ayudante interino de Química General en la Facultad de Ciencias de la Universidad Central de Madrid, y fue nombrado, dos años después, catedrático supernumerario y, en 1871, con solo 30 años de edad, catedrático numerario de Química Inorgánica, el máximo grado académico en la principal universidad española. Desde esta destacada posición y atendiendo a su proximidad con los políticos liberales como Mateo Sagasta y Manuel Ruiz Zorrilla, no faltaron los que auguraron para Soler un no menos brillante futuro en la administración del Estado, donde, decía un contemporáneo suyo, podría haber llegado a ser ministro.
Aun así, no fue este el ecosistema donde Soler puso a prueba sus innegables ventajas para imponerse por la adaptación y la lucha al medio social contemporáneo, por utilizar el símil evolucionista con el que uno de sus primeros biógrafos le retrató durante esta etapa de vida cortesana. Prefirió orientar su actividad hacia un espacio profesional nuevo que en aquellos años se abría a los químicos. Junto con un grupo de ingenieros y profesores de facultades y escuelas técnicas de Madrid, Soler fundó en diciembre de 1866 un laboratorio de análisis químico, que, según afirmaban sus promotores, era único en su clase en España. El laboratorio se publicitó ampliamente en la prensa cotidiana como un lugar destinado a los industriales que buscaban asesoramiento en sus dudas y ensayos que certificasen la calidad de sus productos. Necesidades todas vitales, afirmaban, por el éxito de sus industrias. Y, en efecto, esta fue la principal actividad del laboratorio de Soler en Madrid: el análisis de aguas, tierras, abonos, vinos, aceites, tejidos, minerales y todo aquello que tuviera por base la química. Análisis que los industriales y productores necesitaban para certificar la calidad y la pureza de sus mercancías, y ganar así confianza entre sus potenciales clientes.
Como bien sabían, el éxito de su iniciativa descansaba no solamente en sus capacidades para realizar estos análisis, sino, sobre todo, en el reconocimiento público de su autoridad para convertir sus informes en certificados de calidad, dictámenes, cuya la credibilidad estuviera fuera de cualquier duda. Tarea nada sencilla en el caso del análisis químico, una disciplina en pleno proceso de formación y una actividad profesional completamente nueva. Los grados y posiciones académicas de Soler y sus socios ingenieros constituían un importante aval, y así los hicieron valer en la intensa publicidad que hicieron del laboratorio en la prensa cotidiana y en el encabezamiento de sus informes técnicos y dictámenes periciales. Pero no era suficiente con esto. Para conquistar la credibilidad y la autoridad científica que el laboratorio necesitaba para funcionar, sus promotores usaron un amplio abanico de recursos. Situaron el laboratorio en uno de los mejores sitios de Madrid, en la calle de Carretas, junto al Ayuntamiento, e invirtieron una auténtica fortuna para convertirlo en un templo dedicado a la ciencia y a sus grandes hombres, como lo calificó el periodista que describió y mostró el laboratorio a los lectores de El Museo Universal. Los clientes y visitantes podían admirar desde el palco de la entrada la enorme sala de operaciones, donde el instrumental químico se ordenaba en grandes bancadas y vitrinas, flanqueadas por murales que representaban tablas de equivalencias, clasificaciones y leyes de la ciencia química, todo esto rematado por bustos y letreros del estilo “pompeyano”, donde se rendía homenaje a los varones de la ciencia venerados por nosotros. Un lugar, sin duda, persuasivo, desde el cual era difícil poner en cuestión lo que sus ocupantes afirmaban.
El laboratorio trató de convertirse también en un referente para los ingenieros, farmacéuticos y químicos que pugnaban en aquellos años para ocupar el nuevo espacio profesionales que se les abría como peritos en análisis químico. La inauguración del laboratorio se hizo coincidir con el lanzamiento del primer número de la revista Anales de química y farmacia y de las ciencias auxiliares, en la cual Soler y sus socios colaboradores publicaron cada quince días ensayos críticos sobre métodos analíticos, descripciones técnicas sobre sustancias, minerales, metales y materiales de producción industrial; transcripciones y notas críticas sobre las normativas y reglamentos relativos a su actividad profesional; noticias sobre congresos, exposiciones, publicaciones y actividades científicas de interés; descripciones de los más modernos aparatos de análisis presentados en las revistas internacionales y una puntual noticia del instrumental adquirido, las actividades realizadas y los análisis que el laboratorio había expedido, que era, a su vez, el principal punto de venta de la revista. Los artículos de los Anales fueron ampliamente reseñados en la prensa cotidiana de Madrid, cosa que contribuyó a dar a conocer el local y los servicios que ofrecía.
La enseñanza y la divulgación también fueron actividades clave en el posicionamiento del laboratorio como centro de referencia para la nueva generación de peritos. Se habilitó una amplia sala que tenía que servir de “cátedra” donde impartir cursos de química e historia natural, dirigidos especialmente a aquellos que en aquellos años aspiraban a formar parte del cuerpo de peritos de aduanas. Los alumnos podían participar, además, en los análisis y preparaciones de cuerpos en el laboratorio, tal como anunciaba La Correspondencia de España, el primero de diciembre de 1867, fecha de inicio de los cursos. El laboratorio se sumaba así a una nueva metodología de enseñanza teoricopráctica que muchos institutos químicos de Europa estaban adoptando. A todo esto hay que añadir que Soler y sus socios fueron a menudo miembros de los tribunales de oposición de los puestos de peritos de aduanas, lo cual, además de suponer un indudable atractivo adicional para su oferta docente, los convertía en autoridades indiscutibles entre los futuros miembros de la profesión. Con esta misma finalidad atribuyeron, sin duda, la publicación de libros de texto como el Tratado teórico y práctico de ensayos y análisis químicos en sus aplicaciones a la farmacia, la medicina legal, la industria, las artes, la agricultura y el comercio, publicado inicialmente por el laboratorio (Madrid, 1869).
La cátedra fue también utilizada para impartir conferencias públicas dirigidas a industriales, comerciantes y agricultores interesados en conocer las posibles aplicaciones de la química a sus producciones. Especialmente frecuentes fueron las conferencias sobre abonos artificiales que Soler y sus socios trajeron a numerosos pueblos y ciudades de España. Esta actividad estaba ligada a la realización de análisis de composición de tierras de cultivo y la venta de “abonos minerales concentrados”, especialmente preparados para suplir las carencias detectadas en el terreno. A los labradores era el título de uno de los folletos publicado aquellos años por publicitar los “abonos concentrados”, preparados en la fábrica de productos químicos instalada por Soler y sus socios en el barrio del Pacífico de Madrid.
Esta fulgurante carrera quedó abruptamente truncada cuando, en octubre de 1874, Soler y Sánchez perdió a su padre y la farmacia familiar, su titular. A los pocos meses, nuestro personaje abandonaba Madrid para regresar a su ciudad natal, donde en pocos años consiguió rehacer una carrera profesional siguiendo pasos muy parecidos a los que había dado en la capital. A principio de 1876, Soler y Sánchez era nombrado profesor de Física y Química del instituto de segunda enseñanza de Alicante, después de superar unas oposiciones muy disputadas, y entró a formar parte, así, de esta primera generación de profesores que entraron a trabajar en las mismas instituciones de enseñanza secundaria en que se habían formado. Con esto dejaba de ser catedrático numerario en la principal universidad del reino y perdía por el camino un cuarto de su salario, pero en el contexto local suponía seguir ocupando la cúspide en el escalafón docente, puesto que la cátedra de un instituto de enseñanza secundaria era el grado académico más alto posible en una ciudad sin universidad. Desde allá, formó durante más de treinta años centenares de jóvenes procedentes de las familias acomodadas de la ciudad y la provincia de Alicante, para los cuales Soler y Sánchez se convirtió en su maestro indiscutible. A muchos de ellos, los encontrará años más tarde al frente de fábricas, producciones agrícolas, comercios, empresas y cargos políticos o administrativos en los que, como veremos, sus informes periciales fueron objeto de fuertes controversias. El magisterio de Soler y Sánchez fue más allá del área de influencia del instituto alicantino. Durante años, publicó y reeditó libros de texto de química y de física especialmente adaptados a la enseñanza secundaria. En estos adoptó las nuevas teorías atómicas de la materia, con lo cual se distanciaba, de manera airosa, de aquellos otros que, desde cátedras similares a la suya, negaban la existencia de estas partículas invisibles y puramente hipotéticas. Su paso por el instituto de Alicante significó también un notable enriquecimiento de la ya nutrida colección de instrumentos de física y química. Además de servir para mostrar ante los alumnos fenómenos y operaciones de física y de química, la colección le suministró un inestimable apoyo material para sus trabajos como analista químico, como fue el caso de los nuevos y costosos microscopios, de los cuales el instituto adquirió un modelo. También los instrumentos de observación meteorológica cumplieron esta doble función. Como otros muchos profesores de física y química de los institutos de enseñanza secundaria de España, Soler fue el responsable de recoger y registrar durante años los datos climatológicos de la ciudad de Alicante, que la prensa publicaba puntualmente y que eran enviadas periódicamente al Instituto Central Meteorológico de Madrid, donde se elaboraban las estadísticas nacionales.
Cómo había hecho en Madrid, Soler siguió dedicando un gran esfuerzo en Alicante al tipo de actividades que ahora denominamos de divulgación, pero que en aquellos años era todavía difícil de distinguir otros puramente docentes. Así, lo encontramos ofreciendo conferencias sobre los adobos y la alimentación de las plantas en el Consulado de la ciudad o inaugurando con una charla sobre las “energías” el ciclo de conferencias de la sociedad El Fomento de las Artes, creada en Alicante a imagen y semejanza de la homónima sociedad madrileña dedicada a la instrucción de las clases populares. O también impartiendo lecciones públicas vespertinas, dirigidas a “las clases del pueblo y otras clases sociales”, desde la sección de ciencias de la Sociedad Económica de Amigos del País de Alicante, una institución que él mismo presidió desde su creación en 1881 y que, como en otras ciudades españolas, agrupaba buena parte de las élites comerciales, industriales, profesionales y terratenientes de la provincia.
Recordemos que no fueron estas las actividades que hicieron volver a nuestro biografiado, sino la necesidad de ponerse al frente de la farmacia familiar. A esto se dedicó desde el primer día. A través de la prensa cotidiana, podemos conocer algunos de sus más exitosos preparados, en la publicidad de los cuales nunca faltó el elenco de títulos académicos que apoyaban a la calidad y eficacia de sus preparados. Su prestigio como facultativo y su peso dentro del gremio de farmacéuticos de la ciudad se puso de manifiesto al ser elegido presidente de la Junta Organizadora del primer Colegio de Farmacia de Alicante, el 1898, institución que presidió durante años. Junto con esta tarea tradicional de preparación y venta de pociones, tónicos, ungüentos y específicos, Soler introdujo un nuevo producto que revolucionó la farmacia familiar: la venta de certificados de calidad y pureza química de todo tipo de materiales, sustancias, alimentos y bebidas. Para su producción, Soler reestructuró el diseño interior de la tienda familiar de acuerdo con principios muy parecidos a los que se aplicaron en el diseño del laboratorio de Madrid. El más importante fue instalar un moderno laboratorio de análisis químico que, a diferencia de los laboratorios farmacéuticos situados al fondo de la trastienda, se emplazó en la entrada, junto a la oficina destinada a recibir los clientes, recoger las muestras y dispensar los certificados. Un laboratorio relleno de aparatos y colecciones de sustancias que el cliente podía ver mientras confiaba a Soler la certificación de la calidad de sus productos. Entre estos había productores de vino, petróleos o chocolate, así como de una amplia variedad de productos industriales, pero también las administraciones municipales y provinciales recorrieron a sus conocimientos, prestigio y autoridad para establecer la “verdad química” de los alimentos y bebidas que se vendían en las plazas y mercados de Alicante y su provincia.
Durante años, el consistorio municipal o la delegación provincial del gobierno trajeron al laboratorio de Soler muestras de vino, aceite, petróleos, azúcar, aguas... sobre las cuales había la sospecha de estar adulteradas o no ser aptas para el consumo humano. Eran los primeros intentos de calmar el creciente desasosiego que habían instalado en la población los cada vez más frecuentes casos de intoxicación por alimentos y bebidas y el desprestigio a los mercados internacionales de productos locales tan importantes como el vino, sospechoso de ser adulterado con sustancias colorantes o alcoholes artificiales. Los análisis hechos en el laboratorio de Soler y los certificados expedidos con su firma y títulos académicos fueron clave, no tanto para resolver el complejo y desbordante problema del fraude alimentario, como para sostener y legitimar la tímida acción de las autoridades locales y aplacar las voces de quienes reclamaban acciones más eficaces y contundentes en un asunto tan trascendental para la economía y la salud de la ciudad.
En 1887 la ciudad de Alicante se sumaba a las iniciativas de otras ciudades españolas y europeas y creaba su Laboratorio Químico Municipal, donde puedan analizarse todos los artículos dedicados al consumo y comprobar su bondad o las adulteraciones que contengan. La inauguración del laboratorio estuvo precedida de intensos debates donde se defendían varias formas de organizar un laboratorio químico municipal, criterios de selección de su director e incluso propuestas de candidatos. Al frente de tan delicado servicio era necesario situar una persona con suficiente autoridad y credibilidad para que no pudiera ser cuestionado, ya que, de esto, dependía que los resultados de su trabajo sirvieran para dirimir litigios donde confluían fuertes intereses profesionales, económicos y políticos. La posición ya ejercida en este terreno por el laboratorio privado de Soler y Sánchez explica, en parte, que la dirección del laboratorio se encargara a quien ya se ocupaba de tareas muy parecidas a las que el nuevo servicio tenía que ofrecer. Pero, seguramente también había otros factores no menos importantes, entre los cuales la pertenencia a la misma familia política, en los dos sentidos de la expresión, del entonces alcalde liberal Rafael Terol, con quien Soler había compartido responsabilidades políticas como regidor, efímero exalcalde y discreto correligionario del partido liberal, además de ser su consuegro. En su elección debió pesar también su extenso trabajo como miembro de la Junta de Sanidad local o en comisiones municipales como la de aguas, todas las cuales estaban estrechamente relacionadas con el control sanitario y de calidad de alimentos y bebidas. tenemos que añadir, todavía, que el 1886, en plena discusión sobre la creación del laboratorio, Soler y Sánchez publicara un extenso y completo tratado, Análisis y ensayos de los alimentos, de las bebidas y de los condimentos (Alicante, 1886), que lo convertía en autoridad indiscutible en la materia entre los farmacéuticos, médicos, directores de laboratorios municipales, veterinarios, comerciantes... a los cuales iba dirigido el tratado.
Aunque el reconocimiento a su trabajo al frente del nuevo laboratorio recibió numerosos elogios, no faltaron los casos en que sus dictámenes fueron puestos en cuestión. Así ocurrió, por ejemplo, cuando tuvo que defender su definición académica de chocolate “puro” frente a la de un grupo de fabricantes acusados de adulterar sus chocolates con sustancias que ellos consideraban necesarias para hacerlas apetitosas; o cuando los productores de vino acusados de usar colorantes y alcoholes artificiales cuestionaron los procedimientos utilizados para Soler para determinar la presencia de estas sustancias e incluso su animadversión hacia los productos alineados con opciones políticas diferentes a la suya; o cuando el abogado defensor del homicida del Campo de Mirra rechazó que las observaciones microscópicas hechos por Soler pudieran demostrar la presencia de sangre a la ropa de su defendido; o cuando los resultados de sus análisis de aguas cuestionaron algunos lucrativos proyectos de abastecimiento hidráulico de la ciudad; o, incluso, cuando las cifras de humedad y temperatura tomadas en el observatorio del instituto en pleno mes de julio ponían en un compromiso serio quienes hacían de la bondad del clima templado de Alicante un reclamo para sus incipientes industrias del turismo. El análisis de estas controversias permite comprobar que no solamente los datos y la manera de obtenerlas fueron objeto de debate. El prestigio, la autoridad y la credibilidad de quien estaba detrás y del lugar desde el cual se sustentaban fueron factores igualmente determinantes en la resolución de estas disciplinas.
Se preguntaba uno de los biógrafos y contemporáneo de Soler y Sánchez a qué clase de usuras emplea los ahorros de su incesante trabajo y en qué empresas financieras ponía los cuarto a espadas explotando su popularidad y su prestigio. Y ofrecía como respuesta uno de los proyectos por los cuales hoy todavía es recordado nuestro biografiado a la ciudad de Alicante: la construcción del barrio de Benalua, delimitado hoy en día en uno de sus flancos por la avenida del catedrático Soler. Partiendo de un capital inicial reunido por la autodenominada sociedad de los diez amigos y con un ingenioso sistema de financiación, consiguieron construir a la década de 1880 más de doscientas viviendas familiares diseñados y dispuestos según el pensamiento higienista de la burguesía reformista de Alicante. No fue el único proyecto de reforma urbana en que se embarcó nuestro ilustrado farmacéutico. También lo vemos al frente de una sociedad, en este caso de los nueve, para la construcción de una línea de tranvía a la ciudad. Fue a estos proyectos que dedicó sus esfuerzos durante los años finales de su vida, que se agotó en abril de 1908. A su entierro, decía un cronista del Graduador, llevaban velas alumnos de dos generaciones.
Antonio García Belmar (Universitat d'Alacant)
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