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Stanley Miller

  • 7 marzo de 2018
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Stanley L. Miller en el Jardín Botánico de la Universitat de València en 2003, durante la primera conferencia Peregrí Casanova de Biodiversidad y Biología Evolutiva junto a una réplica exacta del aparato de vidrio diseñado por él en 1953.

Gracias a la astronomía sabemos que hace unos 4,5 miles de millones de años se formó nuestro sistema planetario y con él el planeta Tierra, el cual, en aquel momento, tenía unes características muy diferentes a las que presenta en la actualidad. La Tierra era algo pareciendo a un océano de lava que durante miles de años se fue enfriando, cristalizando su superficie hasta que las propiedades terrestres hicieron posible la condensación de la atmósfera, dando lugar a una lluvia intensa y continuada.

Gracias a la astronomía sabemos que hace unos 4,5 miles de millones de años se formó nuestro sistema planetario y con él el planeta Tierra, el cual, en aquel momento, tenía unes características muy diferentes a las que presenta en la actualidad. La Tierra era algo pareciendo a un océano de lava que durante miles de años se fue enfriando, cristalizando su superficie hasta que las propiedades terrestres hicieron posible la condensación de la atmósfera, dando lugar a una lluvia intensa y continuada.

El resultado de este cambio físico atmosférico de gas a líquido es lo que hoy conocemos como los océanos. Las particularidades de la Tierra fueron modificándose con el tiempo hasta llegar a ser las idóneas para poder engendrarse la vida.

Pero, para hablar del origen de la vida primero hay que considerar qué entiende la comunidad científica como entidad dotada de vida. Se trata de un compartimento permeable que contiene un sistema bioquímico -el metabolismo- en su interior y es capaz de reproducirse. Por lo tanto, algo pasó en aquella Tierra primitiva y propició que se formara el primer individuo, al que los humanos hemos bautizado con el nombre de LUCA, del inglés, last universal common ancestor, y a partir del cual hemos evolucionado el resto de seres vivos. Si nos paramos en este punto de la historia, justo en el momento donde se generó la vida, la pregunta, casi inevitable, que cualquiera se podría plantear es: ¿cómo pudo generarse materia viva a partir de materia inerte?

 Algunos científicos destacados intentaron dilucidar este misterio proponiendo diferentes explicaciones. Entre otros, aportaron sugerencias personajes tan conocidos como Svante Arrhenius, R.B Harvey o Hermann J. Mujer. Sin embargo, sus ideas no se sostenían, o más bien se sostenían sobre un pilar carcomido, puesto que la óptica predominante de estas teorías era que LUCA tenía las características propias de un organismo autotrófico, es decir, era metabólicamente completo y con la capacidad innata de combinar agua y CO2 de la atmósfera, convirtiéndolos en compuestos orgánicos. Pero además, ninguno de estos científicos avalaban sus teorías con experimentos empíricos.

Durante la primera mitad del siglo XX, Aleksandr Ivánovich Oparín, un bioquímico ruso y evolucionista convencido, hizo tambalear las ideas de estos científicos mediante una reflexión simple, pero no obvia: no era posible que el primer ser fuera autotrófico, si se atiende a la complejidad metabólica de este tipo de organismo. Para Oparín, el metabolismo más temprano tenía que ser heterótrofo -tomar las sustancias orgánicas del ambiente, en vez de crearlas por sí mismo- puesto que resulta más sencillo y haber sufrido una evolución gradual hasta llegar a un ser más complejo.

Además, con la misma línea argumentativa de la simplicidad, Oparín pensaba que LUCA debía ser anaeróbico -utilizar rutas fermentativas para vivir en ausencia de oxígeno- dada la persistencia en la que esto aparece en todos los seres posteriormente evolucionados. El hecho de que todos los organismos evolucionados a partir de LUCA, sean fermentativos o no, traen inherentemente a su metabolismo la capacidad de hacer la fermentación, fue traducido por Oparín como un indicio de que todos ellos vienen de un único organismo fermentador. El bioquímico también sugirió que para que todo esto ocurriera era indispensable que la atmósfera del momento estuviese formada por gases reductores.

El primer científico que consiguió una representación empírica de los postulados de Oparín sobre el origen de la vida a la Tierra fue Stanley L. Miller, nacido tal día como hoy en Oakland, California el 1930. Se licenció en ciencias rurales en 1951 en la Universidad de California, Barkeley, y tenía muy claro que quería realizar una tesis en química, por lo tanto, tenía que decidir qué proyecto desarrollar. Mientras barajaba diferentes opciones, asistió a una conferencia sobre el origen del sistema solar impartida por el reconocido científico y premio Nobel Harold Urey. En aquel seminario Urey habló, entre otras cosas, sobre las condiciones que debía tener la atmósfera de la Tierra primitiva, muy diferentes de las de la actualidad. Explicaba que, quizás, la atmósfera terrestre primitiva se asemejaba más a la de Júpiter que a la actual y que, probablemente, estaba formada esencialmente por gases reductores (cómo ya había apuntado Oparín) como el metano, el hidrógeno molecular, el agua y el amoníaco. Urey incidió en que esta atmósfera reductora sería muy favorable para la síntesis de compuestos orgánicos, y que le parecía imprescindible que alguien se encargara de intentarlo en un laboratorio. Un año después de aquella conferencia, en septiembre de 1952, Miller estaba llamando a la puerta de su despacho, ofreciéndose para hacer aquel experimento.

Urey no estaba nada convencido de esta oferta, hasta tal punto que le sugirió amablemente a Miller que se buscara otro proyecto para desarrollar su tesis. Sin embargo, el joven científico fue perseverante hasta lograr su objetivo. Eso sí, con una condición por parte del premio Nobel: tenía seis meses para conseguir algún resultado que generara la suficiente confianza en el proyecto como para seguir con la investigación.

Miller y Urey diseñaron un aparato que simulaba las condiciones de la Tierra primogénita. Recrearon literalmente un mar y una atmósfera y construyeron un condensador para simular también la lluvia. El aparato consistía en dos recipientes conectados entre ellos. En el primero encontraríamos los gases atmosféricos reductores (metano, hidrógeno molecular y amoníaco) y en el segundo sencillamente agua calentada para que, al evaporarse, se incorporase el vapor de agua a la atmósfera artificial del primer recipiente. Además, en el tubo conector de los dos recipientes estaba el condensador, que generaba la lluvia mediante el calentamiento de “la atmósfera” para que esta precipitara y cayera en forma líquida, de nuevo al “mar”. La recreada atmósfera llevaba acoplado un espiral de Tesla para generar descargas eléctricas que simulaba rayos. Así, estaba todo listo para demostrar el primer paso de la teoría de Oparín: la síntesis de moléculas orgánicas a partir de moléculas simples inorgánicas.

Pusieron en marcha el experimento y, pasada una semana, encontraron el artefacto lleno de un material marrón de aspecto aceitoso. Miller analizó aquel mar y aquella atmósfera con unas pruebas específicas para comprobar si se habían generado las moléculas que él esperaba. De este modo, el investigador encontró por un lado la solución acuosa -diferentes ácidos (fórmico, glicólico, lácteo y propiónico) y algunos aminoácidos (glicina, alanina, beta-alanina, ácido alfa-aminobutírico)- y por otro lado, en el recipiente simulador de la atmósfera se encontró monóxido de carbono y nitrógeno, además de los gases de partida. Adicionalmente el científico comparó las condiciones del gas metano antes y después del experimento y determinó que alrededor del 60% del carbono presente en el metano inicial, ahora formaba parte de los compuestos orgánicos.

Miller, lejos de asemejarse al joven estudiante de medicina Víctor Frankenstein, no había creado vida aquella semana, pero sí había creado las bases orgánicas del que sería el primer organismo vivo de la Tierra.

Después de repetir el experimento con unas pocas variaciones, en diciembre de 1952 Miller ya tenía unos resultados muy prometedores, solo tres meses después de comprometerse con Urey. Mientras continuaba la investigación, Stanley Miller decidió escribir un artículo breve con los resultados que tenía por el momento. Este se publicó en la ya prestigiosa revista científica Sience el 15 de mayo del 1953, y no pasó desapercibido para la sociedad científica del momento.

La exploración de los dos científicos prosiguió y fueron perfeccionando el experimento hasta que, después de muchos cambios y repeticiones, detectaron finalmente más de 20 compuestos producidos en el ensayo. También constataron que las reacciones de síntesis de aminoácidos y de Urea eran las descritas 100 años antes por los científicos Strecker y F. Wöhler, respectivamente.

Durante los siguientes años el principal obstáculo que presentaba este trabajo, y que impedía aceptarlo como válido por completo, era la duda de si, efectivamente, las características empleadas por Miller eran realmente las que presentaba la original Tierra primitiva. Sin embargo, el 29 de septiembre de 1969 cayó un meteorito en Murchison (Australia) poniendo punto y final a este debate, debido a que los análisis de la composición de aminoácidos de este trocito de cielo coincidían, en gran parte, con los resultados del trabajo de Miller. No solo eso, sino que el científico pudo identificar nuevos aminoácidos de su propio experimento como consecuencia de verlos descritos en las observaciones del meteorito, esta vez con técnicas de análisis más avanzadas que las empleadas anteriormente.

Los trabajos de Stanley Miller hicieron posible construir una especie de “catálogo” de moléculas que mostraba los ingredientes de un caldo primitivo, a partir de la cual se generó el primer organismo de la Tierra. Definir estas primeras piezas fue importante para poder entender cómo, mediante una evolución química, estas acabaron convirtiéndose en moléculas químicamente más complejas que exhibían unas funciones catalíticas elementales, que a su vez siguieron evolucionando hasta lograr una autoreproducción imprecisa. Cuando hablamos de esta molécula compleja con capacidad de catalitzar su propia replicación, estamos hablando del punto de origen de la vida: LUCA.

Sin embargo, cabe plantearse si el fenómeno del origen de la vida es un hecho suficientemente complejo como para ser explicado mediante un único mecanismo. La comunidad científica tantea la reflexión de si la vida podría haberse generado más de una vez y nosotros sólo somos la evolución de una de aquellas generaciones. Hay suficientes indicios científicos para pensar que la sopa orgánica inicial, además de estar compuesta por los productos generados por la propia Tierra en las condiciones descritas por Miller, posiblemente contendía trazas de elementos exógenos derivados de cuerpos estelares como meteoritos, cometas o polvo interplanetario.