20 de abril de 2020
Juan Nacher Roselló, Universitat de València
Una de las consecuencias más importantes de la crisis del coronavirus ha sido, sin duda, la restricción de movilidad de las personas y su confinamiento. Aunque se trata de una medida imprescindible para afrontar la pandemia y está salvando miles de vidas, también resulta obvio que puede producir efectos negativos sobre la población. Especialmente si se alarga mucho en el tiempo y si no ponemos en marcha medidas para reducir su impacto.
Al fin y al cabo, somos una especie social. La interacción con nuestros congéneres es una parte fundamental de nuestras vidas: nuestro cerebro está diseñado para socializar y sufre cuando vemos reducidas las relaciones.
Tener pocas relaciones merma la salud
El aislamiento social, por desgracia, no es exclusivo de la pandemia actual. Se trata de un fenómeno muy extendido en todo el mundo, y por lo que sabemos tiene consecuencias graves sobre la salud de las personas.
Los científicos llevan muchos años observando que los individuos que tienen una menor cantidad o calidad de relaciones sociales presentan más problemas de salud y un riesgo mayor de fallecer . En particular, existen abundantes evidencias de que el aislamiento social prolongado tiene un impacto negativo sobre el sistema nervioso y nuestro comportamiento.
Para colmo, puede ser un factor desencadenante de diferentes enfermedades psiquiátricas como la esquizofrenia, la depresión o la ansiedad. Los neurobiólogos y las neurobiólogas tenemos constancia de estos efectos negativos gracias tanto a estudios en humanos, como, en mi caso, con animales de laboratorio. No obstante, hay que reconocer que todavía estamos lejos de conocer en detalle cuáles son las alteraciones neuronales que hacen que el aislamiento desencadene estos cambios en nuestro comportamiento.
No es igual en todas las fases de la vida
El aislamiento puede afectarnos en todas las etapas de nuestra vida, pero ciertamente tiene un impacto mayor en las primeras de nuestra existencia. Se debe a que nuestro cerebro es particularmente sensible durante la infancia y la adolescencia, porque aún está acabando de formarse. Concretamente en algunas áreas cerebrales, como la corteza prefrontal –la parte más anterior de nuestro cerebro–, aún se están formando contactos entre las neuronas y se están terminando de pulir los circuitos cerebrales que gobernarán aspectos críticos de nuestro comportamiento.
Por eso cualquier experiencia adversa, y en particular el aislamiento, puede tener a estas edades un impacto más fuerte. Hasta tal extremo que puede interferir en la construcción de nuestros circuitos cerebrales y producir alteraciones que persistan hasta a la edad adulta.
Estos cambios pueden ser la base de alteraciones en el comportamiento que en algunos casos podrían llegar a ser patológicas. Por poner un ejemplo cercano, en nuestro laboratorio hemos visto cómo los ratones sometidos a un aislamiento prolongado durante la adolescencia presentan, cuando son adultos, cambios de volumen en algunas estructuras cerebrales como la amígdala, el principal centro de regulación de las emociones.
Asimismo, hemos detectado cambios en los niveles de algunas moléculas implicadas en la transmisión de las señales entre neuronas que podrían afectar a la actividad de la amígdala y otras regiones cerebrales. Estos cambios estructurales y neuroquímicos ocurren en paralelo a alteraciones en el comportamiento. A saber: los animales aislados presentan más actividad locomotora y mayor ansiedad.
Por otra parte estudios similares de otros colegas apuntan también a un aumento de la agresividad y del miedo, dos comportamientos que dependen en gran medida de la función de la amígdala. Los datos obtenidos en humanos también señalan en la misma dirección: parece que los niños y niñas que han sufrido un aislamiento social importante durante la infancia tienden a presentar problemas en su educación y problemas psicológicos.
Aislamiento transitorio
Decía Charles Darwin que su padre, que era médico, había tenido un paciente con problemas cardíacos de los cuales finalmente murió. El paciente, que era muy observador, refería un pulso muy irregular. Sin embargo, invariablemente, cuando el doctor iba a visitarlo se volvía regular.
Desde hace mucho tiempo los médicos han observado que el contacto y las relaciones sociales tienen efectos terapéuticos. Más aún, diferentes estudios han evidenciado que la “resocialización” puede revertir los efectos del aislamiento. Cuando los ratones que han sido aislados durante su infancia y/o juventud vuelven a convivir en grupo, comienzan a normalizar su comportamiento y a revertir algunos de los cambios que se habían producido en su cerebro.
Obviamente, el aislamiento transitorio que estamos sufriendo por la pandemia no debería representar dificultades graves para nuestros menores si están en casa con sus padres. Pero no estaría de más que intentáramos estimular las relaciones sociales durante este tiempo por todas las vías posibles. En estos días se hace muy necesario el afecto y la relación dentro de nuestras casas, pero también, más que nunca a través de cualquier otra vía para evitar el aislamiento y la soledad.
No está de más recordar que hay muchas circunstancias sociales complicadas, además de menores con riesgo de exclusión social cuya situación se puede haber agravado con la crisis del COVID-19. Afortunadamente, la tecnología pone a nuestro alcance herramientas fantásticas para que podamos estar en contacto, aunque sea virtualmente.
Juan Nacher Roselló, Catedrático de Biología Celular, Investigador CIBERSAM e INCLIVA, Universitat de València
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.