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Obesógenos: las sustancias químicas que nos engordan y están por todas partes

16 de noviembre de 2023

 

BELL KA PANG/Shutterstock

Raquel Soler Blasco, Universitat de València y Sabrina Llop, Fisabio

Cuando oímos las palabras “obesidad” o “sobrepeso”, automáticamente pensamos en comida poco saludable y, como mucho, en sedentarismo. Pero hay otro factor tan poco conocido como omnipresente que nos puede estar provocando un aumento de peso a pesar de llevar una vida sana.

Porque en los últimos años se ha demostrado que determinados compuestos químicos presentes en el ambiente también pueden tener un papel en el desarrollo de sobrepeso u obesidad en la población. Llamados obesógenos, producen un aumento de la masa del tejido adiposo blanco o masa grasa solo con exponernos a ellos a través de la ingesta (dieta), por contacto o mediante inhalación de aire contaminado.

A día de hoy, en torno a 50 productos químicos han sido catalogados como obesógenos o potenciales obesógenos. Entre ellos están el famoso bisfenol A, los bifenilos policlorados, los ftalatos, los éteres de polibromodifenilos, las sustancias perfluoroalquiladas y polifluoroalquiladas, los parabenos, la acrilamida, los alquilfenoles, el dibutilestaño o algunos metales pesados como el cadmio y el arsénico. Forman parte de muchos productos que usamos diariamente (detergentes, alimentos, envases de plástico, ropa, cosméticos…), lo que complica evadir sus efectos.

Alteraciones en el tejido adiposo, las hormonas y la microbiota

¿Y cómo nos engordan? En realidad, estas sustancias no provocan obesidad por sí mismas, sino que promueven el exceso de peso mediante diferentes mecanismos. Por ejemplo, favorecen la proliferación y la diferenciación de adipocitos. O, dicho de otro modo, incrementan el número y tamaño de esas células encargadas de acumular grasa.

Tal aumento en el tejido adiposo blanco puede contribuir a la obesidad y las enfermedades metabólicas relacionadas mediante reacciones de inflamación y estrés oxidativo, susceptibles a su vez de provocar la acumulación de glucosa y de ácidos grasos en diversos órganos, especialmente el hígado.

Así mismo se ha observado que la exposición a sustancias obesógenas puede alterar la acción de hormonas –como las sexuales o las tiroideas– relacionadas con la diferenciación de las células adiposas, la ganancia del peso y el metabolismo.

Y por si fuera poco, la microbiota intestinal también puede verse afectada por la acción de estos compuestos. Hablamos de millones de bacterias que regulan la absorción de lípidos, entre otras funciones, por lo que su deterioro puede provocar enfermedades metabólicas como la diabetes tipo 2 o la obesidad.

El efecto de los obesógenos incluso antes de nacer

Los potenciales efectos de los obesógenos varían según el momento en el que se produce la exposición. Las fases más vulnerables son las más tempranas de la vida: la etapa fetal y la primera infancia, cuando el desarrollo es muy rápido y coordinado. Por eso, la alteración de este proceso tan sensible puede tener un impacto en nuestra salud a largo plazo.

Es lo que explica la Hipótesis de los Orígenes de la Salud y Enfermedad en el Desarrollo (o hipótesis DOHaD). Según postula, el ambiente que rodea a una persona durante su desarrollo temprano puede provocar cambios fisiológicos que la hagan más vulnerable a ciertas enfermedades a lo largo de su vida. Dichas modificaciones pueden persistir incluso cuando el “estresor” ya no está presente.

¿Y esto puede suceder en el caso de la obesidad? Pues la evidencia científica parece indicar que sí. La exposición a los citados tóxicos durante momentos críticos del desarrollo es capaz de promover cambios epigenéticos, o sea, modificaciones en el ADN que no afectan a la secuencia del mismo. Esto puede cambiar la expresión de los genes y, por consiguiente, las funciones de las células, lo que aumentaría la susceptibilidad de desarrollar obesidad y otras enfermedades metabólicas.

Pero aún hay más. En estudios realizados con animales se ha observado que estas modificaciones pueden ser transmitidas a las generaciones posteriores. Es decir, los cambios se “heredan” de padres/madres a hijos/as.

Estategias (individuales y colectivas) para evitarlos

Sabiendo todo esto, ¿qué podemos hacer para eludir la exposición a los obesógenos? Aunque, como hemos comentado, convivimos con ellos en nuestro día a día, algunas prácticas a nivel individual pueden ayudarnos a sortearlos. He aquí algunos consejos:

-No fumar.

-Disminuir el consumo de alimentos y bebidas envasados.

-Reducir el uso de plásticos, así como de ciertos cosméticos y lociones.

-Limitar el consumo de alimentos con pesticidas.

-Reciclar y reutilizar todo lo que podamos.

Por otro lado, las autoridades de salud pública y de medio ambiente deberían desarrollar estrategias políticas para disminuir la exposición de la población a estas sustancias, también poniendo foco en las desigualdades sociales en salud.

Junto a esto, es necesario seguir investigando sobre los efectos de los obesógenos. Así se podrán tomar con conocimiento de causa las decisiones que nos afectarán a todos y todas, a los que estamos y a los que vendrán.The Conversation

Raquel Soler Blasco, Investigadora postdoctoral en Salud Ambiental, Universitat de València y Sabrina Llop, Investigadora postdoctoral Miguel Servet, Fisabio

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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