
Un CIE (Centro de Internamiento de Extranjeros) es oficialmente una institución no penitenciaria donde van a parar las personas que, careciendo de permiso de residencia en territorio español, tienen pendiente de ejecutar una orden de expulsión, siendo ésta una mera sanción administrativa. La Ley de Extranjería española permite la privación de libertad por esa circunstancia hasta un máximo de 60 días. En la “Clínica Jurídica per la Justícia Social” estamos elaborando, a petición de la Plataforma “CIEs NO” varios informes jurídicos que, esperemos, les ayuden en la tarea que llevan desarrollando desde hace muchos años. No obstante, me gustaría hablar en este primer artículo del desconocimiento que la gran mayoría de gente tiene sobre estos centros, primera batalla ganada de los que se benefician del oscurantismo de los CIEs.
Mi primer contacto a nivel “profesional” en el ámbito del derecho fue en un despacho de abogados de penal. Más o menos, hace unos tres años, y por aquel entonces ya sabíamos qué era la crisis de la burbuja inmobiliaria. Nos cuesta creer que años antes, la misma pompa funcionara a pleno rendimiento y los permisos de trabajo se dieran como churros porque hacía falta gran cantidad de mano de obra capaz de mantener en pie el cuento de la prosperidad económica basada en el ladrillo.
Recuerdo que una mañana, el abogado del despacho me pidió que llevara un escrito, a un sitio que no era la Ciudad de la Justicia. Me extrañó. Me dio, más o menos la dirección: “Calle Zapadores, un antiguo cuartel, lo verás, no tiene perdida”. Extrañada, le pregunté. No le dio mucha importancia. Me dijo que a un cliente lo habían detenido y que había que presentar un recurso. Yo, inocente, no pregunté más. Llegué a Zapadores. Encontré (me costó) las oficinas. Hice lo que me habían mandado y me fui.
Bien, lo cuento porque tengo que reconocer una cosa. Que yo tampoco sabía lo que eran. Inclusive fui a Zapadores, entré, y no me cuestioné nada. No entendía muy bien y tampoco le di mucha importancia. No sé. No sabía muy bien dónde había entrado. Pensé que era una simple comisaria. Lo recuerdo como algo extraño, sin más.
Hay mucha gente, muy involucrada, que trabaja por el cierre de los CIEs, como la plataforma CIEs no, con quienes estamos trabajando. Abogados, como por ejemplo Carmen Cabrera, que en nuestros primeros días en la Clínica, vino a contarnos qué era un CIE. Y vaya si lo hizo. Lo que más recuerdo de ese día fue su amable frustración. Y digo amable, porque a pesar de las miserias que nos contaba, no perdía la sonrisa. Admirable. Ella sabe, que cuando va en reclamo de un cliente que necesita su ayuda, que le preguntan por su situación, no peca de la ignorancia, de que muy probablemente, poco pueda hacer para ayudarles. Es luchar contra un Titán, pero hay que hacerlo. El preso, porque son presos (no jurídicamente, pero sí a efectos prácticos), la mira desde el otro lado de la mesa con una mezcla de angustia, resignación y un toque de ilusión que desesperadamente vuelca en ella como su única alternativa. Pongo palabras y sentimientos en su boca. Eso no nos lo dijo. Eso es lo que yo sentí. Una sensación horrible.
La situación es ésta. Tal vez sea exagerada. O no. La realidad de muchas de las personas recluidas en los CIEs es la de una condena a muerte en caso de que finalmente sean expulsadas. Algunos sufren persecución religiosa, de género o política en sus países de origen. Trata (comercio humano), en este caso, no de blancas. Es la que más hay y la que menos nos preocupa. Algunos simplemente no tienen ya a nadie en su país de origen porque llevan décadas en España, han hecho de este país su hogar. No dudéis que para muchas personas ser expulsadas de España supone una muerte segura.
Hay más de 200 CIEs en toda Europa, 8 de ellos están en España y en ellos se hacinan alrededor de 2.500 personas que han acabado privadas de libertad sin haber cometido absolutamente ningún tipo de delito. Estar sin papeles no es delito en España (de momento, todo está por llegar), pero puedes acabar en uno de estos centros. Esto es curioso, porque a nadie parece importarle este dato.
No hablaremos de las investigaciones judiciales por muertes en extrañas circunstancias que se han producido en estos centros, ni de las constantes denuncias por vulneración de derechos humanos, y el oscurantismo que lo acompaña. Tal vez, lo que ahora pretenda, es que reflexionemos sobre por qué nos parece tan normal que encierren a personas que no han hecho absolutamente nada. Personas que cuyo único “delito” es carecer de una mera autorización administrativa para pisar la calle. Y me pregunto, si lo veríamos tan normal si la misma situación nos pasara a nosotros, europeos de cuna y futuros (y presentes y pasados) inmigrantes. A nadie en su sano juicio le parecería eso ni normal (revolución viene a mi mente), ni justo, ni proporcionado. No nos engañemos. Eso no va a pasar. Siempre ha habido clases y colores. Hace poco estaba escuchando en la radio, un programa especial sobre los CIEs y la valla de Melilla. Ahora está muy de moda. No recuerdo muy bien todo el programa. Pero no puedo olvidarme lo que dijo un funcionario de aduanas al que le preguntaron: “no nos damos cuenta, pero está cambiando el statu quo”.
El 15 de marzo de este año se publicó el Real Decreto que regulará el funcionamiento de estos centros que llevan operativos desde 1985. Desde entonces han estado funcionando en un limbo jurídico y al amparo de una simple Orden Ministerial (ya sabéis, de las que informan todos los años de cuándo se abre el plazo para presentar la declaración de la Renta). El problema es que no se puede regular lo que no debería existir. No se puede regular la infamia. No se puede articular la injusticia. Los CIEs son una anomalía del Estado de Derecho que debería desaparecer.
Es lamentable y desolador comprobar cómo el continente europeo en general, y España en particular, carecen de la mínima intención, necesaria, para elaborar una política migratoria de integración, ya sabéis, como la que reclamamos para nuestros nacionales, huyendo de la grandilocuencia y el discurso fácil de la seguridad y el control, de la política de la valla y el uniforme.
Según la Organización Internacional para las Migraciones, los 25 países más ricos del mundo dedican entre 25.000 y 30.000 millones de dólares al año en identificar, rechazar, internar y expulsar a las personas “sin papeles”. El Banco Mundial estima que se necesitarían entre 30.000 y 50.000 millones de dólares para combatir la pobreza (el principal motivo de la migración) siguiendo los objetivos establecidos por Naciones Unidas. Sin duda, se trata de una incoherencia matemática de difícil explicación.
Neu Fernández. Abogada, Clínica Jurídica per la Justícia Social.