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Un grito de auxilio de la juventud: la necesaria repolitización y puesta en valor de la salud mental

24 de de setembre de 2021

A.T.
Estudiante de Doble Titulación Internacional de Derecho
Universitat de València - Universidad de Tolouse

 

El pasado 26 de julio se hizo pública la noticia de que el suicidio ha pasado a ser a día de hoy la primera causa de muerte entre los jóvenes. Concretamente, 307 personas de entre 15 a 29 años se quitaron la vida en el año 2019, una cifra sin precedentes desde que existen estadísticas. Además, la crisis sanitaria y el confinamiento no han sido inocuos: la Fundación Ayuda A Niños y Adolescente en Riesgo (ANAR) recibió en 2020 un 145% más de llamadas de menores con intención de quitarse la vida, con respecto al 2019[1]. Ante unas cifras tan alarmantes, cabe preguntarse qué está fallando en el sistema para que las generaciones más jóvenes se vean abocadas a cometer un acto tan desesperado como es quitarse la vida. Abordaremos esta problemática siguiendo la tesis que anunció Émile Durkheim en su libro “El suicidio”, donde el sociólogo argumenta que el suicidio es esencialmente un hecho social, pero entendiendo éste como un acto altamente influido por el contexto socio-político y económico en el que se encuentre el individuo, es decir, teniendo en cuenta las condiciones materiales que le rodean.

La salud se concibe desde una perspectiva integral que comprende los diferentes ámbitos de la existencia humana.

Si nos atenemos a la definición que nos da la OMS del término “salud”, ésta englobaría un estado de completo bienestar, -físico, mental y social-, y no la simple ausencia de enfermedad. Es decir, la salud se concibe desde una perspectiva integral que comprende los diferentes ámbitos de la existencia humana, lo cual no deja de ser lógico, ya que la interrelación entre ellos es más que evidente. Como nos muestra un informe llevado a cabo por la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH) en 2017, las personas afectadas por padecimientos mentales y discapacidad psicosocial sufren también tasas desproporcionadas de mala salud física, teniendo una esperanza de vida inferior -20 años menos los hombres y 15 años menos las mujeres- a la de la totalidad de la población. Esta concepción del derecho a la salud implica una obligación positiva para los poderes públicos, que han de garantizar el acceso a unos servicios sanitarios de calidad, como se indica en el artículo 43.2 de la Constitución Española (“Compete a los poderes públicos organizar y tutelar la salud pública”). Cabe mencionar que el derecho a la protección de la salud no tiene en el texto constitucional rango de derecho fundamental, pero fácilmente podría anclarse al derecho a la vida y a la integridad física del artículo 15. Por si esto no fuera suficiente, el tercer Objetivo de Desarrollo Sostenible consagra la importancia de garantizar bienestar y una vida saludable para lograr una transformación social efectiva. Si bien podemos observar que el cuadro normativo es favorable a la protección de la salud humana, ¿cómo se materializa este conjunto de principios y reglas en los hechos?

La realidad es que en España solo se destina un 5,16% del presupuesto total sanitario a las unidades de salud mental, dos cifras por debajo de la media europea (7%).

La realidad es que en España solo se destina un 5,16% del presupuesto total sanitario a las unidades de salud mental[2], dos cifras por debajo de la media europea (7%)[3]. Nos encontramos ante un sistema de salud deficitario, el cual da prioridad a las enfermedades físicas en detrimento de las mentales, más invisibles pero omnipresentes. La razón de este menosprecio la podemos encontrar en la aún existente estigmatización que pesa sobre las enfermedades de salud mental, a pesar de que los progresos estos últimos años han sido notables y comienza a ser un tema que ocupa un lugar importante en el debate público. A título de ejemplo podemos evocar la intervención del diputado Iñigo Errejón en el Congreso del pasado marzo reivindicando la necesidad de más profesionales de salud mental en la sanidad pública (sin olvidar la desafortunada respuesta de un diputado de las filas del Partido Popular, el cual le instó en tono de burla a que fuese al médico). Si bien la solución a corto plazo para abordar la creciente tasa de psicopatologías que conducen al suicidio pasa efectivamente por un aumento del gasto público en profesionales de la salud mental, así como en la elaboración de planes de prevención al suicidio o la implementación de un número de emergencia (a semejanza del 016), la verdadera raíz del problema la encontramos es mucho más profunda.

La precariedad laboral y las altas cifras de temporalidad o la ausencia de perspectivas sólidas de futuro se hallan, entre otras muchas causas, en el origen del malestar creciente entre los jóvenes.

Es esencial no perder la perspectiva y poner el foco en la verdadera causa de gran parte de los problemas. Si estas patologías – claramente sistémicas - son tratadas exclusivamente desde una óptica terapéutica o científica, pasan a formar parte de la esfera privada del individuo, despojándoles de todo significado político. El hecho de reducir la ansiedad o la depresión a una simple reacción química, cuyo remedio se halle en un conjunto de fármacos, conduce a que toda la responsabilidad de sanar recaiga sobre los individuos y sus mecanismos biológicos – creando así sentimientos de culpa y frustración – lo cual lucra además toda una industria farmacéutica. Si bien no podemos negar que bajo toda patología clínica – psíquica o física - existe una base biológica, no se puede despojar a ésta de su contexto político y social. El Relator Especial sobre el derecho a la salud de las Naciones Unidas, Dainius Puras, alertó en su informe del 3 de julio de 2020 sobre el derecho de toda persona al disfrute del más alto nivel posible de salud física y mental[4] sobre el uso excesivo de intervenciones biomédicas y la patologización extrema, lo cual supone una solución cortoplacista y reduccionista de los desórdenes mentales que ignora los diversos contextos socio-políticos que contribuyen a su aparición (discriminaciones, pobreza o violencia). Desgraciadamente, los datos indican que hay una tendencia al alza a la prescripción de medicamentos psicotrópicos a niños, niñas y adolescentes como instrumento de represión social, una práctica altamente contraindicada en menores, pues puede impedir el desarrollo pleno de su personalidad[5].

Si bien no podemos negar que bajo toda patología clínica – psíquica o física - existe una base biológica, no se puede despojar a ésta de su contexto político y social.

Como explica el teórico Mark Fisher en su obra “El realismo capitalista” (2009)[6], al privatizar los problemas de la salud mental y tratarlos solo como si los causaran los desbarajustes químicos en la neurología del individuo, queda fuera de discusión cualquier atisbo de fundamentación social de los mismos. En esta misma línea, Oliver James expone la correlación entre las tasas crecientes de neurodivergencia[7] (casi un 100% más altas entre los nacidos en 1946 y 1970) y la corriente neoliberal del capitalismo que está implantada en países anglosajones [8].  

Las dinámicas liberales no solo tienen un fuerte impacto en el sujeto a nivel individual sino también en las relaciones interpersonales: los altos niveles de abstracción propios de los tiempos actuales se proyectan también en los vínculos, cada vez más líquidos y cambiantes.  En su libro “La corrosión del carácter”, Richard Senett expone cómo las dinámicas del sistema capitalista, que exigen una alta flexibilidad y adaptabilidad del trabajador, tienen como consecuencia la erosión de los vínculos sociales y la atomización de los individuos: todo es transitorio, llegando la rutina a parecer ilusoria pues el largo plazo no existe[9]. Es así como el capitalismo consigue acabar con cualquier tipo de narrativa compartida y cualquier posibilidad de organización colectiva, lo cual son el germen perfecto para provocar un sentimiento fatal de soledad y abandono.

Es urgente repolitizar el área de la salud mental y no dejar que la fragmentación social nos induzca a pensar que las patologías psíquicas pertenecen a la esfera privada de las personas.

Ante unas perspectivas tan desalentadoras, cabe preguntarse qué podemos hacer frente a un sistema que no deja cabida a los jóvenes, despojándoles de su presente y su futuro. Ante todo, hay que recordar el célebre lema propio del feminismo de los años 60 de “lo personal es político”: es urgente repolitizar el área de la salud mental y no dejar que la fragmentación social nos induzca a pensar que las patologías psíquicas pertenecen a la esfera privada de las personas. Además, se revela necesario erradicar el tabú que recae sobre las enfermedades mentales con el fin de lograr un cambio de mentalidad en cuanto a la forma de comprender la salud. Debemos encaminarnos hacia la búsqueda del bienestar íntegro de la persona, tal como promulga la OMS, y en este sentido es obligado que el Estado intervenga por medio de políticas sociales concretas. Finalmente, a corto plazo, es urgente que los poderes públicos se comprometan a dotar de más presupuesto a las unidades de salud mental, en conformidad con la importancia de éstas, dotando a los profesionales de más medios para realizar sus funciones así como garantizarles unas condiciones dignas de trabajo. En definitiva, debemos movilizar todas las herramientas de las que disponemos, tanto en el plano institucional como ideológico, para frenar los daños que un sistema atroz y sin compasión puede generar de manera irremediable en los y las jóvenes actuales.

 


[4] Naciones Unidas, Asamblea General: “Derecho de toda persona al disfrute del más alto nivel posible de salud física y mental: Informe del Relator especial sobre el derecho a la salud”, A/HRC/44/48 (3 de julio de 2020), disponible en: https://undocs.org/es/A/HRC/44/48.

[5] H. Steinhausen, “Recent international trends in psychotropic medication prescriptions for children and adolescents”, European Child & Adolescent Psychiatry, vol. 24, núm. 6 (junio de 2015).

[6] M. Fisher (2016). El realismo capitalista. Caja Negra.

[7] El concepto neurodivergencia fue acuñado por Judy Singer para hacer referencia a una configuración de los rasgos neuronales distinta a la común, lo cual se refleja en patrones de comportamiento disonantes con los estándares sociales. Se considera como neurodivergente las personas con TDAH, dislexia, trastorno de bipolaridad o esquizofrenia.

[8] O. James (2008). The selfish capitalist: Origins of Affluenza. Vermilion.

[9] Sennett, R. (2006). La corrosión del carácter. Anagrama. 

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